Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro octavo

El mal pobre

Cap XII : Para qué sirve la moneda de cinco francos del señor Leblanc.

Nada había cambiado en el aspecto de la familia a no ser que la mujer y las hijas se habían surtido del paquete y se habían puesto medias y camisolas de lana. Encima de ambas camas había unas mantas nuevas.

Estaba claro que Jondrette acababa de volver. Tenía aún la respiración acelerada de haber andado por la calle. Sus hijas estaban junto a la chimenea, sentadas en el suelo, y la mayor le vendaba la mano a la pequeña. La mujer estaba como encogida en el catre que estaba al lado de la chimenea, con expresión atónita. Jondrette iba y venía por la buhardilla, arriba y abajo, a zancadas. Tenía una mirada extraordinaria.

La mujer, que parecía tímida y pasmada ante el marido, se atrevió a decirle:

—¿Cómo? ¿En serio? ¿Estás seguro?

—¡Segurísimo! ¡Hace ocho años, pero lo reconozco! ¡Ah, ya lo creo que lo reconozco, lo reconocí enseguida! ¿Cómo? ¿No te ha saltado a la vista?

—No.

—Pero ¡si te dije que te fijaras! Si es que tiene la misma estatura, la misma cara, casi no parece más viejo; hay personas que no envejecen, no sé cómo se las apañan; y el mismo tono de voz. ¡Va mejor vestido, y nada más! ¡Ay, viejo misterioso del demonio, ya te tengo pillado!

Se interrumpió y les dijo a sus hijas:

—¡Vosotras, a la calle! ¡Qué raro es que no te saltara a la vista!

Las muchachas se levantaron para obedecer.

La madre balbució:

—¿Con la mano mala?

—Le sentará bien que le dé el aire —dijo Jondrette—. ¡Hala!

Era evidente que se trataba de uno de esos hombres a quienes no se les lleva la contraria. Las dos hijas salieron.

Cuando iban a franquear la puerta, el padre sujetó a la mayor por el brazo y dijo con entonación peculiar:

—Volved a las cinco en punto. Las dos. Os voy a necesitar.

Creció la atención de Marius.

Al quedarse a solas con su mujer, Jondrette volvió a pasear por la habitación y le dio la vuelta tres o cuatro veces en silencio. Se pasó luego unos cuantos minutos metiéndose y remetiéndose por la cinturilla del pantalón los faldones de la camisa femenina que llevaba.

De pronto, se volvió hacia la Jondrette, se cruzó de brazos y exclamó:

—¿Y sabes lo que te digo? Que la señorita…

—¿Qué pasa con la señorita? —saltó la mujer.

A Marius no podía caberle duda, era de ella de quien estaban hablando. Atendía con ferviente ansiedad. Tenía toda la vida puesta en los oídos.

—¡Es ella!

—¿Ésa? —dijo la mujer.

—¡Ésa! —dijo el marido.

No hay expresión que pueda dar cuenta lo que había en el ésa de la madre. Era sorpresa, rabia, odio, ira, todo ello revuelto y combinado en una entonación monstruosa. Bastaron unas pocas palabras, el nombre seguramente, que el marido le dijo al oído, para que aquella mujer gruesa y amodorrada se despertase y de repulsiva pasase a tremenda.