Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro tercero

El abuelo y el nieto

Cap VII : Algún asunto de faldas.

Hemos mencionado anteriormente a un lancero.

Era el hijo de un sobrino nieto del señor Gillenormand, por la rama paterna, que llevaba una vida castrense, alejado de la familia y de cualquier residencia doméstica. El teniente Théodule Gillenormand cumplía con todos los requisitos para ser eso que llaman un guapo oficial. Tenía una «cinturita primorosa», una forma victoriosa de llevar el sable arrastrando y los bigotes engarfiados. Venía muy poco a París, tan poco que Marius no lo había visto nunca. Ambos primos sólo se conocían de nombre. Théodule era, nos parece que lo hemos dicho ya, el favorito de la señorita Gillenormand, que lo prefería porque no lo trataba. No tratar con la gente permite atribuirle todas las perfecciones.

Una mañana, la señorita Gillenormand se fue a sus aposentos tan conmocionada como se lo consentía su placidez. Marius acababa de pedirle otra vez a su abuelo permiso para hacer un breve viaje, añadiendo que pensaba irse ese mismo día a última hora de la tarde. «¡Adelante!», le había contestado el abuelo; y el señor Gillenormand añadió para su capote enarcando las cejas: «Está hecho un reincidente en eso de dormir fuera de casa». La señorita Gillenormand subió a su cuarto muy intrigada; y soltó por las escaleras esta muestra de admiración: «¡Se dice pronto!», y esta otra de interrogación: «Pero ¿dónde irá?». Intuía alguna aventura sentimental más o menos ilícita, una mujer en la penumbra, una cita, un misterio, y no le habría desagradado meter las gafas en el asunto. Paladear un misterio es algo así como tener la primicia de un lance, cosa que no desagrada a las almas piadosas. Hay en los compartimentos secretos de la beatería cierta curiosidad por el escándalo.

Era, pues, presa del inconcreto apetito de enterarse de algún suceso.

Para distraerse de esa curiosidad que la ponía un tanto nerviosa y la sacaba de sus costumbres, buscó refugio en sus talentos y se puso a hacer festones, hilo de algodón sobre tela de algodón: uno de esos bordados del Imperio y de la Restauración en los que hay muchas ruedas de cabriolé. Bordado mohíno, bordadora huraña. Llevaba varias horas sin moverse de la silla cuando se abrió la puerta. La señorita Gillenormand alzó la cara; tenía delante al teniente Théodule, que le hacía el saludo militar. Soltó un chillido de arrobo. Una será vieja, una será mojigata, una será devota, una será la tía del lancero, pero siempre resulta agradable ver que un lancero entra en el cuarto de una.

—¡Eres tú, Théodule! —exclamó.

—Estoy de paso, tía.

—Pero dame un beso.

—¡Aquí está el beso! —dijo Théodule.

Y la besó. La señorita Gillenormand fue a su secreter y lo abrió.

—Te quedarás toda la semana con nosotros, espero.

—Me voy esta noche, tía.

—¡No puede ser!

—Como dos y dos son cuatro.

—Quédate, Théodule, hijito, por favor.

—El corazón me dice que sí, pero las órdenes me dicen que no. Es una historia muy sencilla. Cambiamos de guarnición; estábamos en Melun y nos mandan a Gaillon. Para ir de la guarnición antigua a la nueva hay que pasar por París. Me he dicho: voy a ver a mi tía.

—Pues toma, por la molestia.

Y le metió en la mano diez luises.

—Querrá decir por mi satisfacción, querida tía.

Théodule la volvió a besar y ella tuvo el gusto de que las alfardillas del uniforme le arañasen un poco el cuello.