Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro quinto

El nieto y el abuelo

Cap II : Tras salir de la guerra civil, Marius se prepara para la guerra doméstica.

Marius estuvo mucho tiempo ni muerto ni vivo. Tuvo varias semanas fiebre acompañada de delirio y de síntomas cerebrales bastante graves fruto más de las conmociones de las heridas de la cabeza que de las heridas en sí.

Se pasó noches enteras repitiendo el nombre de Cosette con la lúgubre locuacidad de la fiebre y con la sombría testarudez de la agonía. Algunas heridas eran tan anchas que supusieron un serio peligro, pues en algunas llagas de mucha anchura siempre existe el peligro de que la supuración se reabsorba y, en consecuencia, mate al enfermo por la influencia de determinadas circunstancias atmosféricas; con cada cambio de tiempo, con la mínima tormenta, el médico se preocupaba. «Sobre todo que el enfermo no tenga ningún sobresalto», repetía. Los vendajes eran complicados y dificultosos, pues fijar aparatos y lienzos con esparadrapo no era algo que se hubiera inventado aún por entonces. A Nicolette se le fue en hilas una sábana «del tamaño de un techo», decía. No sin trabajo las lociones cloruradas y el nitrato de plata pudieron más que la gangrena. Mientras hubo peligro, el señor Gillenormand, fuera de sí junto a la cabecera de su nieto, estuvo igual que Marius: ni muerto ni vivo.

A diario y, en ocasiones, dos veces al día, un caballero de pelo blanco y muy atildado —así era como lo describía el portero— venía a saber del enfermo y dejaba, para las curas, un paquete grande de hilas.

Por fin, el 7 de septiembre, cuatro meses día por día después de la dolorosa noche en que Jean Valjean lo había llevado moribundo a casa de su abuelo, el médico manifestó que respondía de él. Comenzó la convalecencia. Pero Marius tuvo que pasarse aún más de dos meses tendido en una otomana por los accidentes padecidos debido a la fractura de la clavícula. Siempre hay una última herida que se niega a cerrarse y hace que las curas se eternicen para mayor fastidio del enfermo.

Por lo demás, aquella enfermedad prolongada y aquella convalecencia prolongada lo salvaron de las represalias. En Francia no hay ira, ni siquiera pública, que siete meses no extingan. Los disturbios, en el estado en que se halla la sociedad, son culpa de todos hasta tal extremo que viene luego cierta necesidad de hacer la vista gorda.

Añadamos que la incalificable ordenanza de Gisquet, que intimaba a los médicos a denunciar a los heridos, indignó a la opinión pública, y no sólo a la opinión pública, sino al rey antes que a nadie, y dicha indignación amparó y protegió a los heridos; y, dejando aparte a los que cayeron presos en combate, los consejos de guerra no se atrevieron a molestar a ninguno. Así que dejaron a Marius en paz.

El señor Gillenormand empezó por padecer todas las angustias y supo luego de todos los éxtasis. Costó mucho impedirle que se pasase todas las noches junto al herido: mandó que llevaran su sillón grande al lado de la cama de Marius; exigió que su hija usara la mejor ropa blanca de la casa para hacer compresas y vendas. La señorita Gillenormand, como persona sensata y madura, halló la forma de salvar la ropa blanca buena al tiempo que dejaba creer al abuelo que lo estaban obedeciendo.