Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro tercero

El abuelo y el nieto

Cap VI : Lo que pasa cuando se conoce al mayordomo de una iglesia.

Adónde fue Marius lo veremos dentro de un rato.

Marius estuvo tres días fuera y, luego, regresó a París, se fue directamente a la biblioteca de la Facultad de Derecho y pidió la colección de Le Moniteur.

Leyó Le Moniteur, leyó todas las historias de la República y del Imperio, el Memorial de Santa Elena, todos los demás memoriales, los periódicos, los boletines, las proclamas; se lo leyó todo ansiosamente. La primera vez que se encontró con el nombre de su padre en los boletines del Gran Ejército estuvo con fiebre una semana entera. Fue a visitar a los generales a cuyas órdenes había servido Georges Pontmercy, entre otros el conde H. El mayordomo Mabeuf, a quien fue a ver, le contó la vida en Vernon, el retiro del coronel, sus flores, su soledad. Marius llegó a conocer a fondo a aquel hombre, que era de los que no hay muchos, aquel hombre sublime y dulce, aquella especie de león-cordero que había sido su padre.

No obstante, consagrado a ese estudio, que le ocupaba todos los instantes y todos los pensamientos, ya casi no veía a los Gillenormand. Aparecía a las horas de las comidas; luego, cuando lo buscaban, ya se había ido. La tía refunfuñaba. Gillenormand sonreía: «¡Bah! ¡Bah! ¡Está en la época de las chiquillas!». A veces, el anciano añadía: «¡Diablos! Yo creía que era una aventurilla; por lo visto, es una pasión».

Era una pasión, efectivamente. Marius estaba idolatrando a su padre.

Al tiempo, le cambiaban de forma extraordinaria las ideas. Las etapas de ese cambio fueron muchas y consecutivas. Como ésta es la historia de muchas mentes de nuestro tiempo, nos parece útil ir siguiendo esas etapas paso a paso y dejar constancia de todas.

La historia en la que acababa de poner la vista lo asombraba y lo desconcertaba.

El primer efecto fue el deslumbramiento.

La República y el Imperio no habían sido hasta entonces para él más que palabras monstruosas. La República, una guillotina en una luz crepuscular; el Imperio, un sable en la oscuridad de la noche. Acababa de mirarlos de cerca y donde esperaba no encontrar sino un caos de tinieblas, vio, con una especie de sorpresa inaudita entremezclada con temor y alegría, brillar unos astros, Mirabeau, Vergniaud, Saint-Just, Robespierre, Camille Desmoulins, Danton, y amanecer un sol: Napoleón. No sabía en qué punto estaba. Retrocedía, al cegarlo tantos resplandores. Poco a poco se le fue pasando el asombro y se acostumbró a esos rayos de luz, miró las acciones sin vértigo, examinó a los personajes sin temor; la Revolución y el Imperio se le aparecieron, con perspectiva luminosa, ante las pupilas visionarias; vio esos dos grupos de acontecimientos y de hombres resumirse en dos hechos gigantescos: la República, en la soberanía del derecho cívico devuelto a las masas; el Imperio, en la soberanía de la idea francesa impuesta a Europa; vio surgir de la Revolución la inmensa figura del pueblo; y del Imperio, la inmensa figura de Francia. Y se dijo en conciencia que todo aquello había sido bueno.

Lo que su deslumbramiento descuidaba en esa primera apreciación, excesivamente sintética, no nos parece necesario indicarlo aquí. Estamos dejando constancia del estado de una mente en marcha. Los progresos no se hacen de una vez ni en una única etapa. Dicho esto, de una vez por todas, en lo referido a lo anterior y lo que vendrá a continuación, seguimos adelante.

Marius cayó entonces en la cuenta de que, hasta entonces, no había comprendido a su país, de la misma forma que no había comprendido a su padre. No los había conocido a ninguno de los dos y había tenido, tapándole los ojos, algo así como una oscuridad voluntaria. Ahora veía; y, por un lado, admiraba y, por otro, adoraba.