Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro tercero

El abuelo y el nieto

Cap II : Uno de los espectros rojos de aquella época.

A quien hubiera visitado en aquella época la población de Vernon y paseado por el hermoso puente monumental al que pronto sustituirá, no perdamos la esperanza, algún puente metálico espantoso, podría haberle llamado la atención, si miraba desde lo alto del parapeto, un hombre de unos cincuenta años tocado con una gorra de cuero, vestido con un pantalón y una chaqueta de grueso paño gris a la que iba cosido algo amarillo que había sido una cinta roja, calzado con zuecos, tostado por el sol, con la cara casi negra, el pelo casi blanco y una cicatriz ancha en la frente que seguía por la mejilla, doblado, encorvado, envejecido prematuramente, que paseaba a diario como quien dice, con una laya y una podadera en la mano, por una de esas divisiones rodeadas de tapias que están junto al puente y bordean, como una hilera de terrazas, la orilla izquierda del Sena: unos cercados deliciosos repletos de flores de los que podría decirse, si fueran más grandes, que son jardines, y, si fueran más pequeños, que son ramilletes. Todos esos cercados acaban por un lado en el río y, por el opuesto, en una casa. El hombre de chaqueta y zuecos del que acabamos de hablar vivía, allá por 1817, en el más estrecho de esos cercados y la más humilde de esas casas. Residía allí solo y solitario, callado y pobre, con una mujer ni joven ni vieja, ni fea ni guapa, ni campesina ni de ciudad, que le hacía las veces de sirvienta. El cuadro de tierra al que llamaba jardín era famoso en la ciudad por la belleza de las flores que en él cultivaba. Las flores eran la ocupación a que se dedicaba.

A fuerza de trabajo, de perseverancia, de cuidados y de cubos de agua, había conseguido crear a la zaga del creador; y había inventado unos tulipanes y unas dalias de los que parecía que se había olvidado la naturaleza. Era ingenioso; se anticipó a Soulange Bodin en la constitución de macizos pequeños de tierra de brezo para el cultivo de los exóticos y valiosos arbustos de América y China. Con las claras del alba, en verano, ya estaba en los paseos, cavando, podando, escardando, regando, caminando entre las flores con expresión triste y bondadosa, soñador e inmóvil a veces durante horas, escuchando el canto de un pájaro en un árbol, el gorjeo de un niño en una casa, o con los ojos clavados en la punta de una brizna de hierba, en una gota de rocío que el sol convertía en un carbunclo. Era muy parco en el comer y bebía más leche que vino. Un chiquillo lo convencía, su criada lo reñía. Era tan tímido que parecía hosco, salía muy poco y no veía sino a los pobres que llamaban al cristal de la ventana y a su párroco, el padre Mabeuf, un buen hombre ya mayor. Sin embargo, si vecinos de la ciudad o forasteros o cualquiera que pasara por allí tenían curiosidad por ver sus tulipanes o sus rosas y llamaba a la puerta de la casita, les abría sonriente. Era el bandido del Loira.

A quien hubiera leído, por esa misma época, los memoriales militares, las biografías, Le Moniteur y los boletines del ejército napoleónico, le podría haber llamado la atención un nombre que aparece en ellos con bastante frecuencia, el nombre de Georges Pontmercy. De muy joven, ese Georges Pontmercy era soldado en el regimiento de Saintonge. Estalló la Revolución.