Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro quinto

Hacia abajo

Cap V : Relámpagos inconcretos en el horizonte.

Poco a poco, andando el tiempo, desaparecieron todas las oposiciones. Primero hubo contra el señor Madeleine, pues es algo así como una ley que padecen siempre quienes ascienden, perfidias y calumnias; luego sólo hubo ya malicias; luego todo se desvaneció por completo; el respeto se volvió absoluto, unánime, cordial, y momento llegó, allá por 1821, en que las siguientes palabras: «el señor alcalde», se dijeron en Montreuil-sur-Mer casi con el mismo tono con que estas otras: «el señor obispo», se decían en Digne en 1815. Acudían de diez leguas a la redonda a consultar al señor Madeleine. Zanjaba las diferencias de opinión, impedía los pleitos, reconciliaba a los enemigos. Todos lo tomaban por juez para sus derechos. Era como si tuviera por alma el libro de la ley natural. Fue como una veneración contagiosa que, en seis o siete años, y de conocido en conocido, se extendió por toda la comarca.

Sólo hubo un hombre en la ciudad y en el municipio que se libró de ese contagio por completo y, por mucho que hiciera Madeleine, siguió rebelándose contra él, como si una especie de instinto, incorruptible e imperturbable, lo mantuviera alerta y lo intranquilizara. Existe, por lo visto, en algunos hombres un auténtico instinto animal, puro e íntegro, como todos los instintos, que crea las antipatías y las simpatías, que separa fatalmente unas formas de ser de otras, que nunca titubea, ni se altera, ni calla, ni se desdice nunca, meridiano en su oscuridad, infalible, imperioso, refractario a cualesquiera consejos de la inteligencia y a todos los disolventes de la razón y que, sean como sean los destinos, avisa secretamente al hombre-perro de la presencia del hombre-gato, y al hombre-zorro de la presencia del hombre-león.

Con frecuencia, cuando el señor Madeleine pasaba por una calle, sosegado, afectuoso, rodeado de las bendiciones de todos, acontecía que un hombre de elevada estatura que vestía una levita gris del color del hierro, armado con un bastón grueso y tocado con un sombrero echado hacia los ojos, se volvía de pronto tras cruzarse con él y lo seguía con la vista hasta que desaparecía, moviendo despacio la cabeza y empujando con el labio inferior el labio superior hasta que le llegaba a la nariz; una mueca significativa que quería decir: «Pero ¿quién demonios es ese hombre? Estoy seguro de haberlo visto en alguna parte. Fuere como fuere, a mí no me engaña».

Aquel personaje, serio con una seriedad casi amenazadora, era de esos que, incluso vistos de refilón, preocupan al observador.

Se llamaba Javert y era de la policía.

Cumplía en Montreuil-sur-Mer el cometido penoso, pero útil, de inspector. No había visto los comienzos de Madeleine. Javert debía el puesto que ocupaba a la protección del señor Chabouillet, el secretario del conde Anglès, ministro de Estado, que era a la sazón el prefecto de policía de París. Cuando llegó Javert a Montreuil-sur-Mer, el importante dueño de las manufacturas ya era rico y Madeleine se había convertido en el señor Madeleine.

Algunos oficiales de policía tienen una apariencia física peculiar y que se complica con una expresión de bajeza entremezclada con otra expresión de autoridad. Javert tenía esa apariencia, pero sin bajeza.