Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro cuarto

El caserón Gorbeau

Cap III : El resultado de juntar dos desdichas es la felicidad.

Al despuntar el día siguiente, Jean Valjean estaba otra vez junto a la cama de Cosette. Esperaba, sin moverse, y la vio despertarse.

Algo nuevo se le metía en el alma.

Jean Valjean nunca había sentido cariño por nadie. Llevaba veinticinco años solo en el mundo. Nunca había sido padre, amante, marido, amigo. En presidio era malo, adusto, casto, ignorante y hosco. El corazón de aquel presidiario viejo estaba rebosante de virginidades. De su hermana y los hijos de su hermana no tenía sino un recuerdo inconcreto y lejano que, andando el tiempo, se había desvanecido casi por completo. Se había esforzado cuanto había podido para localizarlos, y, como no había podido, los había olvidado. Tal es la naturaleza humana. Las demás emociones tiernas de la juventud, si es que las había tenido, habían caído en un abismo.

Cuando vio a Cosette, cuando la cogió, se la llevó y la liberó, notó que se le removían las entrañas. Cuantos sentimientos de pasión y afecto llevaba dentro despertaron y se abalanzaron hacia esa niña. Se acercaba a la cama en que dormía y se estremecía de gozo; sentía dolores de parto como una madre y no sabía qué era aquello; pues esa vibración tan grande y extraña de un corazón que empieza amar es muy misteriosa y muy dulce.

¡Pobre corazón viejo y tan nuevo!

Pero, como tenía cincuenta y cinco años y Cosette, ocho, todo el amor que habría podido tener en la vida se juntó en algo así como un resplandor inefable.

Era la segunda aparición blanca con que topaba. El obispo hizo amanecer en su corazón la virtud; Cosette hacía que amaneciera el amor.

Los primeros días transcurrieron en ese deslumbramiento.

¡También Cosette, la pobre criaturita, se iba volviendo otra sin darse cuenta! Era tan niña cuando la dejó su madre que ya no la recordaba. Como todos los niños, que son como los zarcillos de la parra que se enganchan en todo, intentó querer. No lo consiguió. Todos la rechazaron: los Thénardier, sus hijas, los demás niños. Quiso al perro y el perro se murió. Luego nada ni nadie quisieron saber nada de ella. Es lúgubre decirlo y ya lo habíamos indicado: a los ocho años tenía el corazón helado. No era culpa suya, no es que le faltase la facultad de amar, sino, ¡ay!, la posibilidad. Y en consecuencia desde el primer día todo cuanto en ella sentía y pensaba empezó a querer a aquel pobre hombre. Notaba lo que no había notado nunca: una sensación de plenitud.

Y el hombre no le parecía ya ni viejo ni pobre. Jean Valjean le parecía guapo, de la misma forma que el cuchitril aquel le parecía bonito.

Son impresiones de aurora, de infancia, de juventud, de alegría. La novedad de la tierra y de la vida tiene que ver con ellas. Nada hay tan delicioso como el reflejo de la dicha que colorea el desván. Todos tenemos en nuestro pasado un sotabanco azul.

La naturaleza había puesto la enorme separación de cincuenta años de intervalo entre Jean Valjean y Cosette; y el destino abolió esa separación. El destino unió repentinamente y emparejó con su poder irresistible esas dos existencias sin raíces, diferentes en la edad, semejantes en el duelo. Y, efectivamente, se completaban. El instinto de Cosette buscaba un padre de la misma forma que el instinto de Jean Valjean buscaba un hijo. Conocerse fue hallarse. En el momento misterioso en que las dos manos se tocaron, se quedaron soldadas. Cuando esas dos almas se vieron, se reconocieron, reconocieron que se necesitaban y se fundieron en un estrecho abrazo.