Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro octavo

El mal pobre

Cap II : Hallazgo.

Marius seguía viviendo en el caserón Gorbeau. No se fijaba en nadie.

En honor a la verdad, en aquella época no había ya más inquilinos en el caserón que él y los Jondrette, aquellos a quienes les había pagado el alquiler una vez sin haber cruzado una palabra en la vida, por lo demás, ni con el padre, ni con la madre ni con las hijas. Los otros inquilinos o se habían mudado, o se habían muerto o los habían echado por no pagar.

Un día de aquel invierno asomó un poco el sol por la tarde, pero era el 2 de febrero, el antiguo día de la Candelaria, cuyo sol traicionero, precursor de un frío de seis semanas, le inspiró a Mathieu Laensberg estos dos versos que, de forma muy justificada, se convirtieron en clásicos:

Ya brille el sol ya sea luciérnaga,

no asoma el oso de la caverna.

Acababa de salir Marius de su propia caverna. Caía la noche. Era la hora de ir a cenar; porque no le había quedado, ¡ay!, más remedio que volver a cenar. ¡Ah, achaques de las pasiones ideales!

Acababa de cruzar el umbral de su puerta, que la Murgón estaba barriendo en ese preciso instante al tiempo que recitaba este monólogo memorable:

—¿Y qué queda ya que sea barato? Todo está por las nubes. Lo único barato es lo mal que lo pasa la gente. ¡Eso está regalado!

Marius iba despacio por el bulevar, camino del portillo, para llegar a la calle de Saint-Jacques. Caminaba ensimismado y con la cabeza gacha.

Notó de pronto que, entre la niebla, alguien lo rozaba al pasar; se volvió y vio a dos muchachas harapientas, una alta y delgada y la otra un poco más baja, que pasaban deprisa, sin aliento, asustadas, como si estuvieran huyendo de algo; iban en dirección contraria a él, no lo habían visto y le habían dado un empujón al pasar. Marius vislumbraba en el crepúsculo las caras lívidas, las cabezas despeinadas, el pelo suelto y revuelto, los gorros feísimos que llevaban, las faldas hechas jirones y los pies descalzos. Hablaban entre sí sin dejar de correr. La más alta decía muy por lo bajo:

—Llegó la tiña y casi me rodean y me pescan.

La otra contestaba:

—Ya los vi y salí jalando.

Marius cayó en la cuenta, pese a la jerga espantosa, de que los gendarmes o los guardias habían estado a punto de detener a esas dos jovencitas y que las jovencitas se habían escapado.

Se internaron bajo los árboles del bulevar, a espaldas de Marius, y, por unos instantes, fueron, en la oscuridad, algo así como una mancha blanca e inconcreta que se esfumó.

Marius se había quedado parado un momento.

Iba a seguir andando cuando vio a sus pies, en el suelo, un paquetito gris. Se agachó y lo recogió. Era una especie de sobre donde, al parecer, había unos papeles.

—Vaya —se dijo—, se les habrá caído a esas pobrecillas.

Dio marcha atrás, llamó, pero no volvió a verlas; pensó que ya estarían lejos, se metió el paquete en el bolsillo y se fue a cenar.