Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro tercero

Queda cumplida la promesa hecha a la muerta

Cap X : Quien busca lo mejor puede toparse con lo peor.

La Thénardier había dejado las cosas en manos de su marido, como solía. Esperaba grandes acontecimientos. Cuando se hubieron marchado el hombre y Cosette, el Thénardier esperó un cuarto de hora largo y, luego, se la llevó aparte y se enseñó los mil quinientos francos.

—¿Nada más? —dijo ella.

Era la primera vez, desde el principio de su matrimonio, que se atrevía a criticar una acción del dueño y señor.

El tiro dio en el blanco.

—Pues tienes razón —dijo él—. Soy un imbécil. Dame el sombrero.

Dobló los tres billetes de banco, se los metió en el bolsillo y salió a toda prisa, pero se equivocó y, de entrada, tiró a la derecha. Unos cuantos vecinos, a quienes preguntó, lo pusieron sobre la pista; habían visto a la Alondra y al hombre camino de Livry. Siguió esas indicaciones andando a zancadas y monologando:

«Está claro que ese hombre es un millón vestido de amarillo, y yo, un borrico. Primero soltó un franco; luego, cinco; luego, cincuenta; luego, mil quinientos; y siempre con la misma facilidad. Habría soltado quince mil francos. Pero lo voy a alcanzar».

Además estaba aquel paquete de ropa que traía ya preparado para la niña; todo aquello era muy raro; había muchos misterios. Y cuando uno ha pescado un misterio, no debe soltarlo. Los secretos de los ricos son esponjas empapadas de oro, hay que saber estrujarlas. Todas esas ideas le daban vueltas en la cabeza como un torbellino. «Soy un borrico», decía.

Al salir de Montfermeil, y tras llegar al recodo de la carretera que va a Livry, el viajero la tiene ante sí y la ve, en lontananza, estirarse por la meseta. Al llegar a ese recodo, Thénardier calculó que debería avistar al hombre y a la niña. Miró hasta tan lejos como le alcanzó la vista y no vio nada. Volvió a preguntar. Pero estaba perdiendo tiempo. Unas transeúntes le dijeron que el hombre y la niña que buscaba se habían encaminado hacia el bosque por la parte de Gagny. Apretó el paso en esa dirección.

Le llevaban adelanto, pero una niña anda despacio, y él iba deprisa. Y además, conocía bien la comarca.

De pronto se detuvo y se dio una palmada en la frente como hombre a quien se le ha olvidado lo esencial y está dispuesto a desandar lo andado.

—¡Debería haber cogido la escopeta!

Thénardier tenía una de esas formas de ser con dos vertientes con las que a veces nos cruzamos sin darnos cuenta y que se esfuman sin que hayamos llegado a conocerlas porque el destino sólo desveló uno de sus aspectos. Tal es el destino de muchos hombres: vivir así, enterrado a medias. En una situación tranquila y sin altibajos, Thénardier contaba con todo lo necesario para hacer como que era —no decimos que para ser— eso que se da en llamar un comerciante honrado y un buen ciudadano de la clase media. Al tiempo, si se daban determinadas circunstancias y algunas sacudidas le hacían aflorar la forma de ser que había debajo, contaba con todo lo necesario para ser un granuja. Era un tendero en cuyo interior había un monstruo. Satanás debía de sentarse a ratos en algún rincón del cuchitril en que vivía Thénardier y sumirse en una ensoñación ante aquella obra maestra repulsiva.

Tras titubear un momento, pensó: «¡Bah! Les daría tiempo a escaparse».

Y siguió adelante, caminando con rapidez y casi con expresión de ir sobre seguro, con la sagacidad del zorro que olfatea una bandada de perdices.