Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

SEGUNDA PARTE

CAP IV

El recién venido era un mocetón de veintisiete años, alto y grueso, de rostro un poco abotargado, pálido y afeitado cuidadosamente. Tenía el cabello de color rubio, casi blanco y cortado en forma de cepillo. Usaba lentes y en el índice de su carnosa mano brillaba un grueso anillo de oro. Se comprendía que le gustaba usar cómodos vestidos que no carecían de cierta elegancia. Llevaba un ancho gabán de verano y pantalón claro. La pechera, los puños y cuello eran irreprochables, y brillaba sobre su chaleco pesada cadena de oro. Sus modales tenían algo de lentos y de flemáticos, aunque hacía esfuerzos para darse aire de desenvuelto. Por lo demás, a despecho de su cuidado, se advertía en sus maneras algo de afectación. Cuantos le conocían le encontraban insoportable; pero le tenían en grande estima como médico.

He estado dos veces en tu casa… ¿Lo estás viendo? Ha recobrado ya los sentidos.

—Ya veo, ya veo; ¿cómo nos sentimos hoy?—preguntó Zosimoff a Raskolnikoff, mirándole atentamente.

Y al mismo tiempo se sentaba en el extremo del sofá, a los pies del enfermo, esforzándose por encontrar un sitio para su enorme persona.

—¡Siempre hipocondríaco!—continuó Razumikin—; hace poco, cuando le hemos mudado de ropa interior, casi se ha echado a llorar.

—Se comprende, lo mismo hubiera sido mudarle luego; no era necesario contrariarle… El pulso es excelente, seguimos con un poco de dolor de cabeza, ¿no es verdad?

—Estoy perfectamente—dijo Raskolnikoff irritado.

Y al pronunciar estas palabras se incorporó de repente en el sofá y brillaron sus ojos. Pero un instante después se dejó caer sobre la almohada, volviéndose del lado de la pared. Zosimoff le miraba atentamente.

—¡Muy bien! Nada de particular—dijo con cierta indiferencia—. ¿Has tomado algo?

Se le dijo lo que había comido el enfermo y se le preguntó qué podía dársele.

—Puede tomar lo que quiera, sopa, te… Claro es que quedan prohibidos los cohombros y las setas; no conviene tampoco que coma carne… aunque esta advertencia es ociosa.

Cambió una mirada con Razumikin y prosiguió:

—Nada de pociones ni medicamentos; mañana veremos… Hoy se hubiera podido… de todos modos está bien.

—Mañana por la tarde le sacaré a dar un paseo—dijo Razumikin—, iremos juntos al jardín Yusupoff y después al Palacio de Cristal.

—Mañana sería demasiado pronto; pero un paseíto corto… En fin, mañana veremos.

—Lo que siento es que precisamente hoy inauguro mi nueva vivienda, que está a dos pasos de aquí, y desearía que fuese uno de los nuestros, aunque tuviese que estar tendido en un sofá. ¿Vendrás tú?—preguntó Razumikin al doctor—; lo has prometido, no faltes a tu palabra.

—Bueno, no podré ir hasta bastante tarde. ¿Das un convite?

—¡Nada de convite! Te, aguardiente, arenques y pastas… Una reunión de amigos.

—¿Y quiénes son tus huéspedes?

—Compañeros jóvenes y mi tío, un viejo que ha venido a no sé qué negocios a San Petersburgo; llegó ayer. Sólo nos vemos una vez cada cinco años.

—¿En qué se ocupa?

—En vegetar en un distrito. Es maestro de postas, cobra una pensioncilla y tiene sesenta y cinco años. No hablemos más de él, aunque le quiero. Estará también Porfirio Petrovitch, juez de instrucción del distrito… un notable jurisconsulto. Tú le conoces.

—¿Es también pariente tuyo?

—Muy lejano. Mas, ¿por qué arrugas el entrecejo? ¿Crees que porque un día tuvisteis no sé qué disputa estás en el caso de no venir?

—¡Oh! ¡Me río de él!

—Es lo más cuerdo que puedes hacer. Habrá también estudiantes, un profesor, un empleado, un músico y un oficial, Zametoff.

—Dime, te lo ruego, lo que tú o éste—Zosimoff señaló con un movimiento de cabeza a Raskolnikoff—tenéis de común con ese Zametoff….