Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro tercero

En el año 1817

Cap V : En el café Bombarda.

Tras sacarle todo el jugo a la montaña rusa, pensaron en cenar; y el radiante octeto, algo cansado por fin, fue a encallar en el café Bombarda, sucursal que había abierto en Les Champs-Élysées el famoso Bombarda, el cartel de cuyo restaurante podía verse por entonces en la calle de Rivoli junto al pasaje Delorme.

Una habitación grande, pero fea, con alcoba y cama al fondo (en vista de lo lleno que estaba el café los domingos tuvieron que aceptar aquel hospedaje); dos ventanas desde las que se podía contemplar, a través de los olmos, el muelle y el río; un espléndido rayo de luz de agosto rozando las ventanas; dos mesas; en una, una montaña triunfal de ramos revueltos con sombreros de hombre y de mujer; en la otra, las cuatro parejas sentadas alrededor de un alegre atascamiento de fuentes, platos, copas y botellas; jarros de cerveza revueltos con frascas de vino; poco orden en la mesa y unos cuantos desórdenes por debajo:

Hacían bajo la mesa

un ruido, un triquitraque de pies insoportable,

dice Molière.

Y en ésas estaba alrededor de las cuatro y media de la tarde la égloga que había empezado a las cinco de la mañana. El sol iba bajando, y el apetito, agotándose.

Les Champs-Élysées, llenos de sol y de gente, no eran sino luz y polvo, las dos cosas de que se compone la gloria. Los caballos de Marly, esos mármoles relinchantes, se encabritaban en una nube de oro. Las carrozas iban y venían. Un escuadrón de apuestos guardias de corps, con el clarín en cabeza, bajaba por la avenida de Neuilly; la bandera blanca, algo sonrosada bajo el sol poniente, flotaba en la cúpula de Les Tuileries: La plaza de La Concorde, que había vuelto a ser plaza de Luis XV, rebosaba de paseantes satisfechos. Muchos llevaban la flor de lis de plata colgando de la cinta blanca de moaré que, en 1817, no había desaparecido aún de los ojales. Acá y allá, entre los transeúntes que hacían círculo y aplaudían, corros de niñas lanzaban al viento una bourrée borbónica muy conocida a la sazón, que pretendía fulminar el recuerdo de los Cien Días y cuyo estribillo era:

A nuestro padre de Gante devolvednos.

A nuestro padre devolvednos[8].

Muchísimos vecinos de los arrabales con la ropa de los domingos, luciendo a veces incluso la flor de lis como las personas acomodadas, dispersos entre la glorieta grande y la glorieta de Marigny, jugaban a las anillas o daban vueltas en los caballitos de madera; otros bebían; algunos, aprendices de imprenta, llevaban gorros de papel; se los oía reír. Todo estaba radiante. Era innegablemente un tiempo de paz y de honda seguridad monárquica, era la época en que un informe privado y especial del prefecto de policía Anglès dirigido al rey y referido a los arrabales de París concluía con estas líneas: «Bien pensado, Majestad, no hay nada que temer de esas gentes. Son despreocupadas e indolentes como gatos. El pueblo llano de las provincias se mueve; el de París, no. Todos son hombrecillos, Majestad, harían falta dos subidos uno encima de otro para llegarle a uno de vuestros granaderos. No hay nada que temer del populacho de la capital. Es de notar que la estatura de ese vecindario ha menguado aún más en los últimos cincuenta años; y el pueblo de los arrabales de París es más bajo que antes de la Revolución. No es peligroso. Es resumidas cuentas, es chusma, pero buena».