Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro tercero

En el año 1817

Cap IV : Tholomyès está tan alegre que canta una canción española.

Aquel día estaba hecho de aurora de punta a cabo. La naturaleza toda parecía entregada al asueto y risueña. Los parterres de Saint-Cloud aromatizaban el aire; el aliento del Sena movía blandamente las hojas; las ramas gesticulaban al viento; las abejas saqueaban los jazmines; todo un mundo bohemio de mariposas revoloteaba encima de las aquileas, los tréboles y las avenas fatuas; había en el augusto parque del rey de Francia un montón de vagabundos: los pájaros.

Las cuatro alegres parejas, mezclándose con el sol, los campos, las flores y los árboles, resplandecían.

Y todas, en esa comunidad paradisíaca, que hablaba, cantaba, corría, bailaba, perseguía a las mariposas, cortaba campanillas, y se mojaba las medias caladas de color de rosa en las hierbas altas, lozanas, alocadas y sin ápice de maldad, recibían donde cayeran los besos de todos, menos Fantine, encerrada en su inconcreta resistencia, soñadora y esquiva, y que estaba enamorada.

—Tú —le decía Favourite— eres siempre un poco rara.

En eso consisten las alegrías. Cuando pasan parejas felices es como una llamada honda a la vida y a la naturaleza, y de todo hacen brotar caricias y luz. Había una vez un hada que hizo los prados y los árboles ex profeso para los enamorados. De ahí viene ese eterno escaparse los amantes como se escapan los escolares de las aulas, que vuelve a empezar una y otra vez y durará mientras haya aulas y escolares. De ahí que la primavera sea tan popular entre los pensadores. El patricio y el ganapán, y el par y el duque y el humilde, los de corte y los de ciudad, como se decía antes, todos ellos son súbditos de esa hada. Ríen, se buscan, hay en el aire una luz de apoteosis. ¡Cómo transfigura amar! Los pasantes de notario son dioses. Y los chilliditos, las persecuciones por la hierba, las cinturas abrazadas al vuelo, esas jergas que son melodías, esas adoraciones que estallan en la forma de decir una sílaba, esas cerezas que una boca le quita a otra, todo resplandece y transita en nimbos celestiales. Las muchachas hermosas se despilfarran tiernamente. Y es creencia común que nada de esto concluirá nunca. Los filósofos, los poetas y los pintores miran esos éxtasis y no saben qué hacer con ellos, de tan deslumbrados como los dejan. ¡Embarquemos hacia Citerea!, exclama Watteau; Lancret, el pintor del pueblo llano, contempla a esa clase media suya que alza el vuelo por el cielo azul; Diderot les tiende los brazos a todos esos amoríos, y D’Urfé les añade druidas.

Tras el almuerzo, las cuatro parejas fueron a ver, en el lugar que se llamaba a la sazón la glorieta del rey, una planta recién llegada de la India, cuyo nombre no conseguimos recordar ahora mismo y que, por entonces, movía a todo París a ir a Saint-Cloud; era un arbolillo raro y delicioso, de copa alta, cuyas incontables ramitas, delgadas como hilos, despeinadas y sin hojas, estaban cubiertas de un millón de rositas blancas, con lo que el arbusto parecía una melena con piojos que eran flores. Siempre había una muchedumbre admirándolo.