Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

CUARTA PARTE

CAP I

—¿Estoy bien despierto?—pensó de nuevo Raskolnikoff, mirando desconfiadamente al inesperado visitante—. ¿Svidrigailoff? ¡No puede ser de ningún modo!—dijo al cabo en voz alta, no atreviéndose a dar crédito a sus oídos.

Esta exclamación pareció no sorprender a su extraño visitante.

—He venido a casa de usted por dos razones: primera, por conocerle personalmente, porque desde hace mucho tiempo he oído hablar a menudo y en términos muy halagadores de usted; y después, porque espero que no me negará su concurso en una empresa que tiene relación directa con los intereses de su hermana, Advocia Romanovna. Sólo, sin recomendación, me costaría mucho trabajo ser recibido por ella, puesto que está prevenida contra mí; pero, presentado por usted, la cosa varía.

—Se engaña usted al contar conmigo—replicó Raskolnikoff.

—¿Fué ayer cuando llegaron esas señoras? Permita usted que se lo pregunte.

Raskolnikoff no contestó.

—Sí, fué ayer, lo sé positivamente. Yo llegué anteayer. Escuche usted, Rodión Romanovitch, lo que tengo que decirle a este propósito; creo superfluo justificarme; pero permítame que le pregunte: ¿Qué hay, en rigor, en todo esto de particularmente culpable por mi parte, si se aprecian las cosas con serenidad y sin prejuicios?

Raskolnikoff continuaba examinándole sin despegar los labios.

—Me dirá usted que he perseguido en mi casa a una joven sin defensa y que «la he insultado con proposiciones deshonrosas». (Quiero adelantarme a la acusación.) Pero considere usted que soy hombre, el nihil humanum… en una palabra, que soy susceptible de ceder a un arrebato, de enamorarme, cosa independiente de la voluntad. De esta manera todo se explicará del modo más natural del mundo. La cuestión estriba en esto: ¿Soy un monstruo o una víctima? Ciertamente soy una víctima. Cuando yo proponía a mi adorada que huyera conmigo a América o a Suiza, abrigaba respecto a esa persona los más respetuosos sentimientos y pensaba en asegurar nuestra común felicidad… La razón es la esclava de la pasión; yo he sido el principalmente perjudicado.

—No se trata, en modo alguno, de eso—replicó Raskolnikoff con sequedad—. Tenga usted razón o no, me es usted completamente odioso. No quiero conocer a usted, y le echo de mi casa. ¡Salga de aquí!…

Svidrigailoff soltó una carcajada.

—No hay medio de engañar a usted—dijo con franca alegría—; quería echármelas de ingenioso, pero con usted no sirve.

—¿Todavía quiere usted embromarme?

—Bueno, ¿y qué? ¿Qué le sorprende?—repitió su interlocutor, riéndose con toda su alma—; en buena guerra, como dicen los franceses, la malicia no tiene nada de ilícita… Pero usted no me ha dejado aca[146]bar. Volviendo a lo que hace un momento decía, nada desagradable ha pasado, sino el incidente del jardín. Marfa Petrovna…

—Se dice también que usted ha matado a su esposa—dijo, interrumpiéndole brutalmente Raskolnikoff.

—¡Ah! ¿Ya le han hablado a usted de eso? Realmente nada tiene de asombroso… Pues bien, respecto a la pregunta que usted me hace, no sé, en verdad, qué decirle, puesto que tengo la conciencia muy tranquila. No vaya usted a creer que temo las consecuencias; todas las formalidades de costumbre se han cumplido minuciosamente. El informe de los médicos ha demostrado que mi esposa murió de un ataque de apoplejía, producido por un baño tomado inmediatamente después de una abundante comida, rociada con una botella de vino; es lo único que ha podido descubrirse… Por esa parte nada me inquieta. Muchas veces, sobre todo cuando venía en el tren, camino de San Petersburgo, me he preguntado si habría yo contribuído, moralmente, por supuesto, a esa…