La Odisea

Canto X

La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera.

Llegamos a la isla Eolia, donde moraba Eolo Hipótada, caro a los inmortales dioses, isla flotante, a la cual cerca broncíneo e inquebrantable muro, y en cuyo interior álzase escarpada roca. A Eolo naciéronle doce vástagos en el palacio: seis hijas y seis hijos florecientes; y dio aquellas a estos para que fuesen sus esposas. Todos juntos, a la vera de su padre querido y de su madre veneranda, disfrutan de un continuo banquete en el que se les sirven muchísimos manjares. Durante el día percíbese en la casa el olor del asado y resuena toda con la flauta; y por la noche duerme cada uno con su púdica mujer sobre tapetes, en torneado lecho.

Llegamos, pues, a su ciudad y a sus magníficas viviendas, y Eolo tratóme como a un amigo por espacio de un mes y me hizo preguntas sobre muchas cosas —sobre Ilión, sobre las naves de los argivos, sobre la vuelta de los aqueos— de todo lo cual le informé debidamente. Cuando quise partir y le rogué que me despidiera, no se negó y preparó mi viaje. Dióme entonces, encerrados en un cuero de un buey de nueve años que antes había desollado, los soplos de los mugidores vientos, pues el Cronida habíale hecho árbitro de ellos, con facultad de aquietar o de excitar al que quisiera. Y ató dicho pellejo en la cóncava nave con un reluciente hilo de plata, de manera que no saliese ni el menor soplo; enviándome el Céfiro para que, soplando, llevara nuestras naves y a nosotros en ellas. Mas, en vez de suceder así, había de perdernos nuestra propia imprudencia.

28 Navegamos seguidamente por espacio de nueve días con sus noches. Y en el décimo se nos mostró la tierra patria, donde vimos a los que encendían fuego cerca del mar. Entonces me sentí fatigado y me rindió el dulce sueño; pues había gobernado continuamente el timón de la nave que no quise confiar a ninguno de los amigos para que llegáramos más pronto. Los compañeros hablaban los unos con los otros de lo que yo llevaba a mi palacio, figurándose que era oro y plata, recibidos como dádiva del magnánimo Eolo Hipótada. Y alguno de ellos dijo de esta suerte al que tenía más cercano:

—¡Oh dioses! ¡Cuán querido y honrado es este varón, de cuántos hombres habitan en las ciudades y tierras adonde llega! Mucho; y valiosos objetos se ha llevado del botín de Troya; mientras que los demás, con haber hecho el mismo viaje, volveremos a casa con las manos vacías. Y ahora Eolo, obsequiándole como a un amigo, acaba de darle estas cosas. Ea, veamos pronto lo que son, y cuánto oro y plata hay en el cuero.

Así hablaban. Prevaleció aquel mal consejo y, desatando mis amigos el odre, escapáronse con gran ímpetu todos los vientos. En seguida arrebató las naves una tempestad y llevólas al ponto: ellos lloraban, al verse lejos de la patria; y yo, recordando, medité en mi inocente pecho si debía tirarme del bajel y morir en el ponto, o sufrirlo todo en silencio y permanecer entre los vivos. Lo sufrí, quedéme en el barco y, cubriéndome, me acosté de nuevo. Las naves tornaron a ser llevadas a la isla Eolia por la funesta tempestad que promovió el viento, mientras gemían cuantos me acompañaban.

Llegados allá, saltamos en tierra, hicimos aguada, y a la hora empezamos a comer junto a las veleras naves. Mas, así que hubimos gustado la comida y la bebida, tomé un heraldo y un compañero y encaminándonos al ínclito palacio de Eolo, hallamos a éste celebrando un banquete con su esposa y sus hijos. Llegados a la casa, nos sentamos al umbral, cerca de las jambas; y ellos se pasmaron al vernos y nos hicieron estas preguntas:

64 —¿Cómo aquí, Odiseo? ¿Qué funesto numen te persigue? Nosotros te enviamos con gran recaudo para que llegases a tu patria y a tu casa, o a cualquier sitio que te pluguiera.

Así hablaron. Y yo, con el corazón afligido, les dije: —Mis imprudentes compañeros y un sueño pernicioso causáronme este daño; pero remediadlo vosotros, oh amigos, ya que podéis hacerlo.