La Odisea

Canto XI

Descenso a los infiernos.

En llegando a la nave y al divino mar, echamos al agua la negra embarcación, izamos el mástil y descogimos el velamen; cargamos luego las reses, y por fin nos embarcamos nosotros, muy tristes y vertiendo copiosas lágrimas. Por detrás de la nave de azulada proa soplaba favorable viento, que henchía las velas; buen compañero que nos mandó Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz. Colocados cada uno de los aparejos en su sitio, nos sentamos en la nave. A esta conducíala el viento y el piloto, y durante el día fue andando a velas desplegadas, hasta que se puso el sol y las tinieblas ocuparon todos los caminos.

Entonces arribamos a los confines del Océano, de profunda corriente. Allí están el pueblo y la ciudad de los Cimerios entre nieblas y nubes, sin que jamás el sol resplandeciente los ilumine con sus rayos, ni cuando sube al cielo estrellado, ni cuando vuelve del cielo a la tierra, pues una noche perniciosa se extiende sobre los míseros mortales. A este paraje fue nuestro bajel que sacamos a la playa; y nosotros, asiendo las ovejas, anduvimos a lo largo de la corriente del Océano hasta llegar al sitio indicado por Circe.

Allí Perimedes y Euríloco sostuvieron las víctimas, y yo, desenvainando la aguda espada que cabe el muslo llevaba, abrí un hoyo de un codo por lado; hice a su alrededor libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez con agua; y lo despolvoreé todo con blanca harina. Acto seguido supliqué con fervor a las inanes cabezas de los muertos, y voté que, cuando llegara a Ítaca, les sacrificaría en el palacio una vaca no paridera, la mejor que hubiese, y que en su obsequio llenaría la pira de cosas excelentes, y también que a Tiresias le inmolaría aparte un carnero completamente negro que descollase entre nuestros rebaños. Después de haber rogado con votos y súplicas al pueblo de los difuntos, tomé las reses, las degollé encima del hoyo, corrió la negra sangre y al instante se congregaron saliendo del Érebo, las almas de los fallecidos: mujeres jóvenes, mancebos, ancianos que en otro tiempo padecieron muchos males, tiernas doncellas con el ánimo angustiado por reciente pesar, y muchos varones que habían muerto en la guerra, heridos por broncíneas lanzas, y mostraban ensangrentadas armaduras: agitábanse todas con grandísimo murmurio alrededor del hoyo, unas por un lado y otras por otro; y el pálido terror se enseñoreó de mí. Al punto exhorté a los compañeros y les di orden de que desollaran las reses, tomándolas del suelo donde yacían degolladas por el cruel bronce, y las quemaran inmediatamente, haciendo votos al poderoso Hades y a la veneranda Persefonea; y yo, desenvainando la aguda espada que cabe al muslo llevaba me senté y no permití que las inanes cabezas de los muertos se acercaran a la sangre antes que hubiese interrogado a Tiresias.

La primera que vino fue el alma de nuestro compañero Elpénor el cual aún no había recibido sepultura en la tierra inmensa; pues dejamos su cuerpo en la mansión de Circe sin enterrarlo ni llorarlo porque nos apremiaban otros trabajos. Al verlo lloré, le compadecí en mi corazón y, hablándole, le dije estas aladas palabras:

—¡Oh, Elpénor! ¿Cómo viniste a estas tinieblas caliginosas? Tú has llegado a pie, antes que yo en la negra nave.

59 Así le hablé; y él, dando un suspiro, me respondió con estas palabras:

60 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Dañáronme la mala voluntad de algún dios y el exceso de vino. Habiéndome acostado en la mansión de Circe, no pensé en volver atrás, a fin de bajar por la larga escalera, y caí desde el techo; se me rompieron las vértebras del cuello, y mi alma descendió a la mansión de Hades.