La Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO DECIMOCTAVO

L gran doctor había terminado su razonamiento, y miraba atentamente a mi ojos para ver si me dejaba satisfecho; y yo, que me sentía excitado por una nueva sed, callaba exteriormente, pero decía en mi interior: «Quizá le cansen mis numerosas preguntas.» Mas aquel Padre veraz, que adivinó el tímido deseo que no me atrevía a descubrir, hablando, me dió aliento para hablar; por lo que le dije:

—Maestro, mi vista se aviva de tal modo con tu luz, que discierne claramente cuanto tu razón abarca o describe: por eso te ruego, dulce y querido Padre, que me definas el Amor al que atribuyes toda buena y mala acción.

—Dirige hacia mí—me dijo—las penetrantes miradas de tu inteligencia y te será manifiesto el error de los ciegos que se convierten en guías. El alma, que ha sido creada con predisposición al amor, se lanza hacia todo lo agradable, tan pronto como es incitada por el placer a ponerse en acción. Vuestra facultad aprehensiva recibe la imagen o la especie de un objeto exterior, y la desenvuelve dentro de vosotros, de tal modo que induce a vuestro ánimo a dirigirse hacia dicho objeto; y si al hacerlo se abandona a él, ese abandono es amor, y ese amor es la naturaleza que de nuevo se une a vosotros, por efecto del placer. Después, así como el fuego se dirige hacia lo alto, a causa de su forma, que ha sido hecha para subir allá donde más se conserva en su materia primitiva, así también el alma apasionada se entrega al deseo, que es el movimiento espiritual, y no sosiega hasta que goza de la cosa amada. Por lo dicho puedes comprender cuánto se oculta la verdad a los que afirman que todo amor tiene en sí algo de laudable, quizá porque creen que su materia es siempre buena; pero no todos los sellos estampados en cera son buenos, por más que la cera lo sea.

—Tus palabras y mi inteligencia que las ha seguido—le respondí—, me han descubierto lo que es el amor: pero eso mismo me ha llenado de nuevas dudas; porque si el amor nace en nosotros por efecto de las cosas exteriores, sin que el alma proceda de otro modo, ésta no tendrá ningún mérito en seguir un camino recto o tortuoso.

Respondióme:

—Puedo decirte todo cuanto en ello ve nuestra razón: respecto a lo demás, espera llegar hasta Beatriz, porque esto es materia de fe. Toda forma substancial, que es distinta de la materia, y que sin embargo está unida a ella, contiene una virtud que le es particular; la cual, sin las obras, no se siente, ni se demuestra sino por los efectos, como la vida de la planta por su verde follaje. El hombre ignora de dónde proceden el conocimiento de las ideas primarias y el afecto a las cosas que primeramente apetece, los cuales existen en vosotros como en las abejas la inclinación a fabricar miel: en estos primeros deseos no cabe alabanza ni censura. Mas por cuanto a ellos se agregan todos los demás deseos, es innata en vosotros la virtud que aconseja, y que debe custodiar los umbrales del consentimiento. Ella es el principio de donde sacáis la ocasión de contraer méritos, según que acoge o rechaza los buenos o los malos amores. Los que razonando llegaron al fondo de las cosas, han reconocido esa libertad innata, y han dejado al mundo doctrinas morales. Supongamos, pues, que nazca por fuerza necesaria todo amor que se enciende en vosotros; siempre tenéis la potestad de contenerlo. Esa noble virtud es lo que Beatriz entiende por libre albedrío; y debes procurar tenerlo presente, si acaso te habla de ello.

La Luna, que salió tarde y casi a media noche, hacía que nos parecieran más escasas las estrellas: semejante a un caldero encendido, corría contra el cielo por aquel camino que inflama el Sol cuando el habitante de Roma le ve caer entre Córcega y Cerdeña; y la Sombra gentil, por quien Piétola goza de más fama que la ciudad de Mantua,…