La Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO DECIMONONO

Ala hora en que el calor del día, vencido por la tierra y por Saturno acaso, no puede ya templar el frío de la Luna; cuando los geománticos ven, antes del alba, elevarse en Oriente «su mayor fortuna» por aquel camino que para ella permanece poco tiempo obscuro, se me apareció en sueños una mujer tartamuda, bizca, con los pies torcidos, manca y de amarillento color. Yo la miraba; y así como el Sol reanima los miembros entorpecidos por el frío de la noche, de igual suerte mi mirada hacía expedita su lengua, y erguía su cuerpo en poco tiempo, colorándole el marchito rostro, como requiere el amor. Cuando tuvo la lengua suelta, empezó a cantar de tal modo, que con trabajo hubiera podido separar mi atención de ella. «Yo soy, cantaba, yo soy dulce Sirena, que distraigo a los marineros en medio del mar; tanto es el placer que hago sentir. Con mi canto aparté a Ulises de su camino inseguro; y el que conmigo se aviene, rara vez se va; de tal modo le fascino.» Aun no se había cerrado su boca, cuando apareció a mi lado una mujer santa, pronta a confundirla: «¡Oh Virgilio, Virgilio! ¿Quién es ésa?,» decía con altivez; y él se acercaba con los ojos fijos solamente en aquella honesta mujer. Cogió a la otra, y desgarrando sus vestiduras, la descubrió por delante y me mostró su vientre. La pestilencia que de él salía me despertó. Volví los ojos y el buen Virgilio me dijo:

Lo menos te he llamado tres veces: levántate y ven; busquemos la abertura por donde has de entrar.

Me levanté: todos los círculos del sagrado monte estaban ya inundados por la luz del día, y continuamos caminando teniendo el Sol a nuestra espalda. Mientras le seguía, llevaba yo la frente como aquel a quien abruman los pensamientos, que de sí mismo hace un arco de puente, cuando oí decir: «Venid, por aquí se pasa.» Estas palabras fueron pronunciadas con un tono suave y benigno, como no se oye en esta región mortal. Con las alas abiertas, que parecían de cisne, el que nos había hablado así nos dirigió hacia arriba por entre las dos laderas del áspero peñasco. Movió después sus plumas, y aventó mi frente, afirmando que son bienaventurados «qui lugent,» porque sus almas serán ricas de consuelo.

—¿Qué tienes, que sólo miras hacia el suelo?—me preguntó mi Guía, cuando estuvimos poco más arriba del Angel.

Y yo le contesté:

—Me hace ir de este modo, suspenso y caviloso, una visión reciente, la cual me atrae hacia sí, de suerte que no puedo eximirme de pensar en ella.

—¿Has visto—me dijo—la antigua hechicera, causante única del llanto que más arriba de donde estamos se vierte? ¿Has visto cómo el hombre puede desprenderse de ella? Bástete, pues, eso, y apresura el paso; vuelve tus ojos al reclamo de las magníficas esferas, que hace girar el Rey eterno.

Como el halcón, que, mirando primero a sus pies, acude al grito del cazador y tiende el vuelo, atraído por el deseo de la presa, lo mismo hice yo, recorriendo la hendedura de la roca destinada a dar paso a los que suben, sin detenerme hasta llegar al punto donde se camina en redondo. Cuando hube salido al quinto círculo, vi algunas almas, que lloraban tendidas en el suelo boca abajo; y las oí exclamar con tan fuertes suspiros, que apenas se entendían las palabras: «Adhæsit pavimento anima mea.»

—¡Oh elegidos de Dios, cuyos padecimientos son suavizados por la resignación y la esperanza! Dirigidnos hacia las altas gradas.

—Si venís libres de yacer aquí con nosotros, y queréis encontrar más pronto la subida, caminad siempre llevando vuestra derecha hacia fuera del círculo.