Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Quinta Parte: Jean Valjean
Libro noveno
Sombra suprema, supremo amanecer
Cap I : Compasión para los desdichados, pero indulgencia para los dichosos.
¡Qué tremendo es ser dichoso! ¡Cómo nos contentamos con ello! ¡Cómo nos parece que con eso basta! ¡Cómo, al estar en posesión de la meta falsa de la vida, la dicha, nos olvidamos de la meta auténtica, el deber!
Hemos de decirlo, no obstante, sería un error acusar a Marius.
Marius, ya lo hemos explicado, antes de la boda no le preguntó nada al señor Fauchelevent; y, posteriormente, le dio miedo hacerle preguntas a Jean Valjean. Se había arrepentido de la promesa a la que había dejado que lo comprometiesen. Se había repetido muchas veces que se había equivocado al tener esa condescendencia con la desesperación. Se había limitado a alejar poco a poco a Jean Valjean de su casa y a borrarlo cuanto pudo de la mente de Cosette. Hasta cierto punto, se había interpuesto siempre entre Cosette y Jean Valjean, con la seguridad de que así ella no lo vería y no se acordaría de él. Más que irlo borrando, lo eclipsaba.
Marius hacía lo que le parecía necesario y justo. Creía tener, para apartar a Jean Valjean sin dureza, pero con firmeza, razones serias que ya hemos visto, y otras más, que veremos más adelante. Había coincidido, por casualidad, en un juicio en el que había ejercido de abogado, con un antiguo empleado de la banca Laffitte y, sin buscarlas, se había encontrado con informaciones misteriosas en que, a decir verdad, no había podido ahondar, precisamente por respetar aquel secreto que había prometido no revelar y por consideración con la situación comprometida de Jean Valjean. Creía en esa misma temporada que le correspondía un deber muy serio, la devolución de los seiscientos mil francos a alguien a quien buscaba con la mayor discreción posible. En tanto, se abstenía de tocar ese dinero.
En cuanto a Cosette, nada sabía de ninguno de esos secretos; pero condenarla también sería obrar con dureza.
Existía entre Marius y ella un magnetismo omnipotente que la movía a hacer, instintiva y casi mecánicamente, lo que deseaba Marius. En lo referido al «señor Jean», notaba una voluntad de Marius; y se atenía a ella. Su marido no había tenido que decirle nada; Cosette acusaba la presión inconcreta, pero clara, de sus intenciones tácitas y obedecía ciegamente. En este caso, la obediencia consistía en no recordar lo que olvidase Marius. Y hacerlo no le costaba esfuerzo alguno. Sin saber por qué, y sin que podamos acusarla de ello, se le había convertido hasta tal punto el alma en el alma de su marido que lo que se cubría de sombra en el pensamiento de Marius en el de ella se volvía oscuro.
Pero no exageremos, no obstante; en lo tocante a Jean Valjean, aquel olvido y aquella desaparición no eran sino superficiales. Pecaba más bien de aturdida que de olvidadiza. En el fondo, quería mucho al hombre a quien había llamado padre tanto tiempo. Pero quería aún más a su marido. Y eso era lo que había falseado un tanto la balanza de ese corazón, inclinada sólo hacia un lado.
A veces Cosette mencionaba a Jean Valjean y se extrañaba. Entonces Marius la tranquilizaba.
—Me parece que está fuera. ¿No dijo que se iba de viaje?
«Es verdad —pensaba Cosette—. Solía desaparecer así, Pero no tanto tiempo.»
Dos o tres veces envió a Nicolette a la calle de L’Homme-Armé, para enterarse de si el señor Jean había vuelto de viaje. Jean Valjean mandó contestar que no.
Cosette no insistió, pues no tenía sino una necesidad en el mundo, y era Marius.
Hemos de decir también que, por su parte, Marius y Cosette habían estado fuera. Habían ido a Vernon. Marius había llevado a Cosette a la tumba de su padre.