Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro tercero

El barro, piero el alma

Cap IX : Marius le parece muerto a alguien que entiende del asunto.

Dejó despacio a Marius en la orilla.

¡Estaban fuera!

Había dejado atrás los miasmas, la oscuridad, el horror. Lo inundaban el aire sano, puro, vivo, alegre, respirado con libertad. Por doquier, en torno, el silencio; pero el silencio adorable del sol que se ha puesto en el azul del cielo. Había llegado el crepúsculo; se acercaba la noche, la gran liberadora, la amiga de todos los que necesitan un manto de sombra para salir de una angustia. Se brindaba el cielo por todas partes como una gigantesca serenidad. El río le llegaba hasta los pies con un ruido de beso. Se oía el diálogo aéreo de los nidos que se daban las buenas noches en los olmos de Les Champs-Élysées. Unas cuantas estrellas salpicaban con luz débil el azul pálido del cenit y, sólo visibles para la ensoñación, lanzaban en la inmensidad fulgures menudos e imperceptibles. La noche desplegaba por encima de la cabeza de Jean Valjean todas las dulzuras del infinito.

Era esa hora indecisa y exquisita que no dice ni que sí ni que no. Había ya bastante oscuridad para poder perderse en ella a cierta distancia y bastante luz aún para que pudieran reconocerlo a uno de cerca.

Jean Valjean se quedó unos segundos irresistiblemente vencido ante toda aquella serenidad augusta y acariciadora; hay minutos de olvido así; el sufrimiento renuncia a acosar al mísero; todo se eclipsa en el pensamiento; la paz arropa al meditabundo como una oscuridad nocturna; y, bajo el crepúsculo radiante e imitando al cielo que se ilumina, el alma se llena de estrellas. Jean Valjean no pudo por menos de contemplar aquella anchurosa sombra clara que había por encima de él; pensativo, tomaba en el majestuoso silencio del cielo eterno un baño de éxtasis y de oración. Luego, impulsivamente, como si le volviera el sentimiento de un deber, se inclinó hacia Marius y, cogiendo agua en la mano a medio cerrar, le echó con suavidad unas cuantas gotas en la cara. Los párpados de Marius no se alzaron; pero la boca entreabierta respiraba.

Jean Valjean iba a meter otra vez la mano en el río cuando, de pronto, notó un impreciso apuro, como cuando, sin verlo, tenemos a alguien detrás.

Ya hemos explicado en otro lugar cómo es esa impresión, que todo el mundo conoce.

Se dio la vuelta.

Y, como en aquella ocasión, tenía efectivamente a alguien detrás.

Un hombre de elevada estatura, envuelto en una larga levita, con los brazos cruzados y que llevaba en el puño derecho y a la vista una porra con una bola de plomo, estaba, de pie a pocos pasos, detrás de Jean Valjean en cuclillas junto a Marius.

Era algo así como una aparición colaboradora de la sombra. A un hombre sencillo lo habría asustado el crepúsculo; y a un hombre que se pensara las cosas, la porra.