Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro segundo

Los intestinos de Leviatán

Cap III : Bruneseau.

Las alcantarillas de París en la Edad Media eran legendarias. En el siglo XVI, Enrique II intentó sondarlas, pero la operación se quedó a medias. Hace menos de cien años, nadie se ocupaba de las cloacas, que se hallaban en estado de completo abandono, de lo que da fe Mercier.

Así era aquel París antiguo, entregado a los enfrentamientos, las indecisiones y las vacilaciones. Durante mucho tiempo fue bastante necio. Más adelante, 1789 demostró cómo se vuelven inteligentes las ciudades. Pero, en los tiempos antiguos, la capital tenía poca cabeza; no sabía sacar adelante sus asuntos ni moral ni intelectualmente; ni sabía barrer la basura como tampoco sabía barrer los abusos. Todo eran obstáculos, no había nada seguro. No se concebía, por ejemplo, un itinerario para las alcantarillas. Era tan imposible orientarse en los vertederos como entenderse en la ciudad; arriba, lo ininteligible, abajo lo inextricable; bajo la confusión de las lenguas, la confusión de los sótanos; Babel iba encima de Dédalo.

A veces, a las alcantarillas de París se les ocurría desbordarse, como si ese Nilo ignoto montase repentinamente en cólera. Existía algo tan infame como las inundaciones de alcantarilla. Había ocasiones en que ese estómago de la civilización digería mal; las cloacas regurgitaban en la ciudad y París notaba el regusto de su fango. Algo bueno había en esa semejanza de las alcantarillas con el remordimiento; eran avisos; muy mal recibidos, por cierto; a la ciudad le parecía indignante el atrevimiento de su barro y no aceptaba que las basuras regresasen. Que las expulsen mejor.

La inundación de 1802 es una de las cosas que recuerdan en la actualidad los parisinos que han cumplido los ochenta. El fango se extendió en forma de cruz por la plaza de Les Victoires, donde está la estatua de Luis XIV; se metió por la calle de Saint-Honoré, saliendo por las dos bocas de alcantarilla de Les Champs-Élysées; en la calle de Saint-Florentin, por la alcantarilla Saint-Florentin; en la calle de Pierre-à-Poisson, por la alcantarilla de La Sonnerie; en la calle de Popincourt, por la alcantarilla de Le Chemin-Vert; en la calle de La Roquette, por la alcantarilla de la calle de Lappe; cubrió el arroyo de la calle de Les Champs-Élysées hasta una altura de treinta y cinco centímetros; y, a mediodía, por el vomitorio del Sena, que funcionaba al revés, entró en la calle Mazarine, en la calle de L’Échaudé y en la calle de Les Marais, donde se detuvo tras recorrer ciento nueve metros, a pocos pasos precisamente de la casa donde había vivido Racine, respetando, en lo tocante al siglo XVII, al poeta más que al rey. Alcanzó el espesor mayor en la calle de Saint-Pierre, donde se elevó tres pies por encima de las losas de la gárgola; y la extensión mayor, en la calle de Saint-Sablin, donde cubrió doscientos treinta y ocho metros.

A comienzos de este siglo las alcantarillas de París eran aún un lugar misterioso. El barro no puede nunca tener buena reputación; pero aquí la mala fama llegaba hasta el espanto. París sabía más o menos que tenía debajo un sótano horroroso. Lo mencionaba como a esa monstruosa porqueriza de Tebas donde pululaban las escolopendras de quince pies de largo y que habría podido hacerle las veces de bañera a Behemot.