Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Quinta Parte: Jean Valjean

Libro primero

La guerra entre cuatro paredes

Cap XII : El desorden partidario del orden.

Bossuet le susurró al oído a Combeferre:

—No me ha contestado a la pregunta.

—Es un hombre que hace el bien a tiros —dijo Combeferre.

Quienes conservan aún algún recuerdo de aquella época ya lejana saben que la Guardia Nacional de los arrabales luchaba con valentía contra las insurrecciones. Fue especialmente encarnizada e intrépida en esas jornadas de junio de 1832. Taberneros de Pantin hubo, de Les Vertus o de La Cunette, cuyo «establecimiento» holgaba por culpa de los disturbios, que se convertían en leones al ver vacía la sala de baile y morían por salvar ese orden encarnado en el merendero. En aquel tiempo burgués y heroico a la vez, frente a ideas que tenían sus propios caballeros, había intereses que tenían sus propios paladines. El prosaísmo del móvil no mermaba en nada la valentía del movimiento. Si el montón de escudos bajaba, había banqueros que cantaban La Marsellesa. Había quien derramaba heroicamente la sangre en pro del mostrador y defendía con entusiasmo lacedemonio la tienda, ese diminutivo inmenso de la patria.

Hemos de decir que, en el fondo, todo aquello era muy serio. Eran los elementos sociales que entraban en liza a la espera del día en que encuentren un equilibrio.

Otra característica de la época era la anarquía mezclada con el gubernamentalismo (nombre bárbaro del partido formal). Se era partidario del orden con indisciplina. De repente redoblaba el tambor, a las órdenes de este o aquel comandante de la Guardia Nacional, para llamamientos caprichosos: había capitanes que iban al combate por inspiración; y guardias nacionales que luchaban cuando se les ocurría y por su cuenta. En los momentos de crisis, en las «jornadas», no se pedía tanto una opinión a los jefes cuanto a los propios instintos. Había en el ejército del orden guerrilleros auténticos; algunos blandían la espada, como Fannicot; y otros, la pluma, como Henri Fonfrède.

La civilización, cuya representante era por desdicha, en aquella época, más una suma de intereses que un grupo de principios, estaba en peligro o creía estarlo; soltaba el grito de alarma; todos se volvían hombres del centro para defenderla, socorrerla y protegerla, según les pareciera; y el primero que pasaba se arrogaba la tarea de salvar a la sociedad.

Ese celo llegaba a veces al exterminio. Este o aquel pelotón de guardias nacionales se convertía, por su propia autoridad, en consejo de guerra y juzgaba y ejecutaba en cinco minutos a un prisionero insurrecto. Una improvisación así fue la que mató a Jean Prouvaire. Ley de Lynch feroz que ningún partido puede reprochar a los otros pues la aplica tanto la república en América cuanto la monarquía en Europa. A esa ley de Lynch se sumaban equivocaciones. Un día de sublevación, a un poeta joven, llamado Paul-Aimé Garnier, lo persiguieron por la Place-Royale, poniéndole la bayoneta en la espalda, y sólo consiguió salvarse al hallar refugio en la puerta cochera del número 6. Gritaban: ¡Ahí va otro de los sansimonianos esos!, y lo querían matar. El caso era que llevaba debajo del brazo un tomo de las memorias del duque de Saint-Simon. Un guardia nacional leyó en el libro la palabra Saint-Simon y grito: ¡Muera!

El 6 de junio de 1832, una compañía de guardias nacionales de los arrabales, al mando del capitán Fannicot, antes citado, cayó diezmada porque así lo quiso él y le entró esa fantasía, en la calle de la Chanvrerie. Del hecho, por muy singular que sea, queda constancia en la instrucción judicial que se abrió tras la insurrección de 1832.