Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO DUODECIMO

UNIDOS, como bueyes bajo el yugo, íbamos aquella alma cargada y yo, mientras lo permitió mi amado pedagogo; pero cuando dijo: «Déjale, y sigue, que aquí conviene que cada cual dé cuanto impulso pueda a su barca con la vela y con los remos,» erguí mi cuerpo como debe andar el hombre, por más que mis pensamientos continuaran siendo humildes y sencillos. Ya estaba yo en marcha, siguiendo gustoso los pasos de mi Maestro, y ambos hacíamos alarde de nuestra agilidad, cuando él me dijo:

—Mira hacia abajo; pues para que sea menos penoso el camino, te convendrá ver el suelo en que se asientan tus plantas.

Del modo que las sepulturas tienen esculpido en signos emblemáticos lo que fueron los muertos enterrados en ellas, para perpetuar su memoria, por lo cual muchas veces arranca lágrimas allí el aguijón del recuerdo, que sólo punza a las almas piadosas, de igual suerte, pero con más propiedad y perfecto artificio, vi yo cubierto de figuras todo el plano de aquella vía que avanza fuera del monte. Veía, por una parte, a aquel que fué creado más noble que las demás criaturas, cayendo desde el cielo como un rayo[62]. Veía en otro lado a Briareo, herido por el dardo celestial, yaciendo en el suelo y oprimiéndolo con el peso de su helado cuerpo. Veía a Timbreo[63], a Palas y a Marte, armados aún y en derredor de su padre, contemplando los esparcidos miembros de los Gigantes. Veía a Nemrod al pie de su gran obra, mirando con ojos extraviados a los que fueron en Senaar soberbios como él. ¡Oh Níobe, con cuán desolados ojos te veía representada en el camino entre tus siete y siete hijos exánimes! ¡Oh Saúl, cómo te me aparecías allí, atravesado con tu propia espada y muerto en Gelboé, que desde entonces no volvió a recibir la lluvia ni el rocío! Con igual evidencia te veía, ¡oh loca Aracnea!, ya medio convertida en araña, y triste sobre los rotos pedazos de la obra que labraste por desgracia tuya. ¡Oh Roboam! Allí no estabas ya representado con aspecto amenazador, sino lleno de espanto y conducido en un carro, huyendo antes que otros te expulsasen de tu reino. Mostrábase además en aquel duro pavimento de qué modo Alcmeón hizo pagar caro a su madre el desastroso adorno; cómo los hijos de Sennaquerib se arrojaron sobre su padre dentro del templo, dejándole allí muerto; la destrucción y el cruel estrago que hizo Tamiris, cuando dijo a Ciro: «Tuviste sed de sangre; pues bien, yo te harto de ella;» y la derrota de los asirios, después de la muerte de Holofernes, y el destrozo de sus restos fugitivos. Veíase a Troya convertida en cenizas y en ruinas. ¡Oh Ilión!, ¡cuán abatida y despreciable te representaba la escultura que allí se distinguía! ¿Quién fué el maestro, cuyo pincel o buril trazó tales sombras y actitudes, que causarían admiración al más agudo ingenio? Allí los muertos parecían muertos, y los vivos realmente vivos. El que presenció los hechos no vió mejor que yo la verdad de cuanto fuí pisando mientras anduve inclinado. Así, pues, hijos de Eva, ensoberbeceos; marchad con la mirada altiva, y no inclinéis el rostro de modo que podáis ver el mal sendero.

Habíamos dado ya una gran vuelta por el monte, y el Sol estaba mucho más adelantado en su camino de lo que nuestro absorto espíritu creyera, cuando aquel que siempre andaba cuidadoso, empezó a decir:

—Levanta la cabeza: no es tiempo de ir tan pensativo. He allí un ángel, que se prepara a venir hacia nosotros, y ve también que se retira del servicio del día la sexta esclava. Reviste de reverencia tu rostro y tu actitud, a fin de que le plazca conducirnos más arriba: piensa en que este día no volverá jamás a lucir.

Estaba yo tan acostumbrado por sus amonestaciones a no desperdiciar el tiempo, que su lenguaje, con respecto a este punto, no podía parecerme obscuro. La hermosa criatura venía en nuestra dirección, vestida de blanco, y centelleando su rostro como la estrella matutina. Abrió los brazos y después las alas, diciendo: