Divina comedia

Libro de Dante Alighieri

CANTO DECIMO TERCIO

HABIAMOS llegado a lo alto de la escala, donde por segunda vez se adelgaza la montaña destinada a la purificación de los que suben por ella. También allí la ciñe en derredor un rellano como el primero, sólo que el arco de su circunferencia se repliega más pronto: en él no hay esculturas ni nada parecido, y así el ribazo interior, como el camino presentan al desnudo el color lívido de la piedra.

—Si esperamos aquí a alguien para preguntarle hacia qué lado hemos de seguir—decía el Poeta—, temo que tardaremos mucho en decidirnos.

Dirigió luego la vista fijamente hacia el Sol; afirmó en el pie derecho el centro de rotación, e hizo girar su costado izquierdo.

—¡Oh dulce luz, en quien confío al entrar por el nuevo camino! Condúcenos—decía—como conviene ser conducido por este lugar. Tú das calor al mundo, tú le iluminas: tus rayos, pues, deben servir siempre de guía, a menos que otra razón disponga lo contrario.

Ya habíamos recorrido en poco tiempo y merced a nuestra activa voluntad, un trayecto como el que acá se cuenta por una milla, cuando sentimos volar hacia nosotros, pero sin verlos, algunos espíritus que, hablando, invitaban cortésmente a tomar asiento en la mesa de amor. La primera voz que pasó volando decía distintamente: «Vinum non habent!» y se alejó, repitiéndolo por detrás de nosotros. Antes que dejara de percibirse enteramente a causa de la distancia, pasó otra gritando: «Yo soy Orestes;» y tampoco se detuvo.

—¡Oh Padre!—dije yo—; ¿qué voces son esas?

Y mientras esto preguntaba, oímos una tercera que decía: «Amad a los que os han hecho daño.» El buen Maestro me contestó:

—En este círculo se castiga la culpa de la envidia; pero las cuerdas del azote son movidas por el amor. El freno de ese pecado debe producir diferente sonido; y creo que lo oirás, según me parece, antes de que llegues al paso del perdón. Pero fija bien tus miradas a través del aire, y verás algunas almas sentadas delante de nosotros, apoyándose todas a lo largo de la roca.

Entonces abrí los ojos más que antes; miré hacia delante, y vi sombras con mantos, cuyo color no era diferente del de la piedra. Y luego que hubimos avanzado algo más, oí exclamar: «¡María, ruega por nosotros!» «¡Miguel, y Pedro, y todos los santos, rogad!» No creo que hoy exista en la Tierra un hombre tan duro, que no se sintiese movido de compasión hacia lo que vi en seguida; pues cuando llegué junto a las almas, y pude observar sus actos claramente, brotó de mis ojos un gran dolor. Me parecían cubiertas de vil cilicio; cada cual sostenía a otra con la espalda, y todas lo estaban a su vez por la roca, como los ciegos, a quienes falta la subsistencia, se colocan en los Perdones, y solicitan el socorro de sus necesidades, apoyando cada uno su cabeza sobre la del otro, para excitar más pronto la compasión, no por medio de sus palabras, sino con su aspecto que no contrista menos. Y del mismo modo que el sol no llega hasta los ciegos, así también la luz del Cielo no quiere mostrarse a las sombras de que hablo; pues todas tienen sus párpados atravesados y cosidos por un alambre, como se hace con los gavilanes salvajes para domesticarlos.

Mientras iba andando, me parecía inferir una ofensa, viendo a otros sin ser visto de ellos; por lo cual me volví hacia mi prudente Consejero. Bien sabía él lo que quería significar mi silencio; así es que no esperó mi pregunta, sino que me dijo:

—Habla, y sé breve y sensato.