La Odisea

Canto XXII

La venganza.

Entonces se desnudó de sus andrajos el ingenioso Odiseo, saltó al grande umbral con el arco y la aljaba repleta de veloces flechas y, derramándolas delante de sus pies habló de esta guisa a los pretendientes:

—Ya este certamen fatigoso está acabado; ahora apuntaré a otro blanco adonde jamás tiró varón alguno, y he de ver si lo acierto por concederme Apolo tal gloria.

Dijo, y enderezó la amarga saeta hacia Antínoo. Levantaba éste una bella copa de oro, de doble asa, y teníala ya en las manos para beber el vino, sin que el pensamiento de la muerte embargara su ánimo: ¿quién pensara que entre tantos convidados, un sólo hombre, por valiente que fuera, había de darle tan mala muerte y negro hado?

Pues Odiseo, acertándole en la garganta, hirióle con la flecha y la punta asomó por la tierna cerviz. Desplomóse hacia atrás Antínoo, al recibir la herida, cayósele la copa de las manos, y brotó de sus narices un espeso chorro de humana sangre. Seguidamente empujó la mesa, dándole con el pie, y esparció las viandas por el suelo, donde el pan y la carne asada se mancharon. Al verle caído, los pretendientes levantaron un gran tumulto dentro del palacio; dejaron las sillas y, moviéndose por la sala, recorrieron con los ojos las bien labradas paredes; pero no había ni un escudo siquiera, ni una fuerte lanza de qué echar mano. E increparon a Odiseo con airadas voces:

—¡Oh, forastero! Mal haces en disparar el arco contra los hombres. Pero ya no te hallarás en otros certámenes: ahora te aguarda una terrible muerte. Quitaste la vida a un varón que era el más señalado de los jóvenes de Ítaca, y por ello te comerán aquí mismo los buitres.

Así hablaban, figurándose que había muerto a aquel hombre involuntariamente. No pensaban los muy simples que la ruina pendía sobre ellos. Pero, encarándoles la torva faz, les dijo el ingenioso Odiseo:

—¡Ah, perros! No creías que volviese del pueblo troyanos a mi morada y me arruinabais la casa, forzabais las mujeres esclavas y, estando yo vivo, pretendíais a mi esposa; sin temer a los dioses que habitan el vasto cielo, ni recelar venganza alguna de parte de los hombres. Ya pende la ruina sobre vosotros todos.

Así se expresó. Todos se sintieron poseídos del pálido temor y cada uno buscaba por dónde huir para librarse de una muerte espantosa. Y Eurímaco fue el único que le contestó diciendo:

—Si eres en verdad Odiseo itacense, que has vuelto, te asiste la razón al hablar de este modo de cuanto solían hacer los aqueos; pues se han cometido muchas iniquidades en el palacio y en el campo. Pero yace en tierra quien fue el culpable de todas estas cosas, Antínoo; el cual promovió dichas acciones, no porque tuviera necesidad o deseo de casarse, sino por haber concebido otros designios que el Cronión no llevó al cabo, es a saber, para reinar sobre el pueblo de la bien construida Ítaca, matando a tu hijo con asechanzas.

Ya lo ha pagado con su vida, como era justo; mas tú perdona a tus conciudadanos, que nosotros, para aplacarte públicamente, te resarciremos de cuanto se ha comido y bebido en el palacio, estimándolo en el valor de veinte bueyes por cabeza, y te daremos bronce y oro hasta que tu corazón se satisfaga, pues antes no se te puede echar en cara que estés irritado.

Mirándole con torva faz, le contestó el ingenioso Odiseo:

—¡Eurímaco! Aunque todos me dierais vuestro peculiar patrimonio, añadiendo a cuanto tengáis otros bienes de distinta procedencia, ni aun así se abstendrían mis manos de matar hasta que los pretendientes hayáis pagado todas las demasías. Ahora se os ofrece la ocasión de combatir conmigo o de huir, si alguno puede evitar la muerte y las Parcas; mas no creo que nadie se libre de un fin desastroso.