Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro undécimo

El átomo confraterniza con el huracán

Cap IV : El anciano extraña al niño.

Entre tanto, Gavroche, acababa de establecer contacto en el mercado de Saint-Jean, puesto que estaba desarmado, con un grupo a cuyo frente estaban Enjolras, Courfeyrac, Combeferre y Feuilly. Iban más o menos armados. Bahorel y Jean Prouvaire se habían encontrado con ellos y habían engrosado el grupo. Enjolras llevaba una escopeta de caza de dos tiros; Combeferre, un fusil de guardia nacional con el número de una legión y, metidas en el cinturón, dos pistolas que le asomaban por la levita desabrochada; Jean Prouvaire, un mosquetón viejo de caballería; Bahorel, una carabina; Courfeyrac blandía un estoque desenvainado; Feuilly, con un sable sin vaina en la mano, iba delante gritando: «¡Viva Polonia!».

Llegaban del muelle de Morland, sin corbata, sin sombrero, sin resuello, calados de lluvia y con relámpagos en los ojos. Gavroche se les acercó calmosamente.

—¿Dónde vamos?

—Ven —dijo Courfeyrac.

Detrás de Feuilly andaba, o más bien brincaba, Bahorel, como un pez en el agua de los disturbios. Llevaba un chaleco carmesí e iba diciendo frases de esas que lo desbaratan todo. El chaleco alteró a un transeúnte, que gritó, despavorido:

—¡Que llegan los rojos!

—¡Lo rojo y los rojos! —replicó Bahorel—. Qué espantos tan raros, burgués. Yo no tiemblo cuando veo una amapola, y Caperucita Roja no me da ningún miedo. Burgués, hazme caso, dejemos el temor al rojo a los animales con cuernos.

Se fijó en un trozo de pared en que había un cartel, la hoja de papel más pacífica del mundo, un permiso para tomar huevos, una disposición cuaresmal que el arzobispo de París dirigía a sus feligreses.

Bahorel exclamó:

—¡Feligreses! Una manera educada de llamarlos reses.

Y arrancó la disposición de la pared, con lo cual se metió en el bolsillo a Gavroche. A partir de ese momento, Gavroche empezó a estudiar de cerca a Bahorel.

—Bahorel —comentó Enjolras—, haces mal. Habrías debido dejar en paz esa disposición, ni nos va ni nos viene; despilfarras la indignación tontamente. Conserva tu provisión. No hay que disparar fuera de la formación, ni con el alma ni con el fusil,

—Cada cual tiene su estilo propio, Enjolras —repuso Bahorel—. Esa prosa obispal me molesta; quiero comer huevos sin que nadie me dé permiso. Tú eres del estilo hielo ardiente; yo soy de pasármelo bien. Además, no me despilfarro, cojo carrerilla; y si he roto esa disposición, ¡por Heracles!, ha sido de aperitivo.

Esa exclamación, por Heracles, le llamó la atención a Gavroche. Estaba siempre al acecho de ocasiones para instruirse y le tenía consideración a aquel arrancador de carteles. Le preguntó:

—¿Qué quiere decir por Heracles?

Bahorel le contestó:

—Quiere decir mecachis en la mar en latín.

En éstas, Bahorel reconoció, asomado a una ventana, a un joven pálido de barba negra que los miraba pasar, probablemente un amigo del A B C. Le gritó:

—¡Pronto, cartuchos! Para bellum.

—¡Bello, sí, de verdad que es un chico guapo! —dijo Gavroche, que ya entendía latín.