Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro décimo

El 5 de junio de 1832

Cap I : La superficie de la cuestión.

¿Qué compone un disturbio? Nada y todo. Una electricidad que va desprendiéndose poco a poco, una llama que brota de golpe, una fuerza errabunda, una ráfaga que pasa. Esa ráfaga se encuentra con cabezas que hablan, con mentes que sueñan, con almas que sufren, con pasiones que arden, con miserias que aúllan, y las lleva consigo.

¿Adónde?

Al azar. A través del Estado, a través de las leyes, a través de la prosperidad y la insolencia de los demás.

Las convicciones irritadas, los entusiasmos agriados, las indignaciones emocionadas, los instintos guerreros reprimidos, el coraje joven exaltado, las cegueras generosas; la curiosidad, el gusto por el cambio, la sed por lo inesperado, esa sensación que nos mueve a complacernos al leer el cartel de un espectáculo nuevo y ese gusto que nos da en el teatro oír el silbato del tramoyista; los odios inconcretos, los rencores, los chascos, toda vanidad que crea que el destino le ha fallado; los malestares, los sueños vanos, las ambiciones rodeadas de escarpaduras, toda creencia de que un desplome es una salida, y, por último, en la parte más baja, la turba, ese barro que se incendia: tales son los elementos del disturbio.

Lo más grande y lo ínfimo, los seres que andan rodando por fuera de todo, esperando una ocasión, gitanos, gente sin casa ni hogar, vagabundos de encrucijadas, quienes duermen de noche en un desierto sin casas y sin más techo que las nubes frías del cielo, quienes le piden a diario el pan a la casualidad y no al trabajo, los desconocidos de la miseria y la nada, los remangados, los descalzos: todos pertenecen al disturbio.

Todo el que lleve en el alma una rebelión secreta contra cualquier actuación del Estado, de la vida o de la suerte linda con el disturbio y, en cuanto hace acto de presencia, se pone a tiritar y siente que se lo lleva en volandas el torbellino.

El disturbio es algo así como una tromba de la atmósfera social que se forma de repente cuando se dan determinadas condiciones de temperatura y que, al girar, sube, corre, atruena, arranca, arrasa, aplasta, destruye, derriba de raíz, arrastrando consigo a los caracteres recios y a los enclenques, al hombre fuerte y a la mente torpe, el tronco del árbol y la brizna de paja.

¡Malhaya aquel a quien se lleve y también aquel con quien tropiece! Los estrella uno contra otro.

Infunde a aquellos de quienes se adueña a saber qué potencia extraordinaria. Colma al primero que pase por allí con la fuerza de los acontecimientos; lo convierte todo en proyectil. Hace de un mampuesto una bala de cañón y de un mozo de cuerda un general.

Si atendemos a la opinión de algunos oráculos de la política artera, desde el punto de vista del poder resulta deseable cierta dosis de disturbios. Sistema: el disturbio refuerza a los gobiernos a los que no derriba. Pone a prueba al ejército; concentra a la burguesía; le desentumece los músculos a la policía; comprueba cómo anda la osamenta social. Es una gimnasia; es casi un ejercicio higiénico. El poder goza de mejor salud tras el disturbio, igual que el hombre tras una fricción.

Hace treinta años, se consideraba el disturbio aún desde más puntos de vista.