Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro octavo

Delicias y desconsuelos

Cap VI : Marius recobra una existencia real hasta tal punto de que le da a Cosette sus señas.

Mientras aquella perra de aspecto humano montaba guardia pegada a la verja y los seis bandidos se acoquinaban ante una muchacha, Marius estaba con Cosette.

Nunca había estado el cielo más cuajado de estrellas y más embrujador, ni los árboles más trémulos, ni el aroma de la hierba nunca había sido más penetrante; nunca se habían dormido los pájaros entre las hojas con ruidos más dulces; nunca habían respondido mejor todas las armonías de la serenidad universal a las músicas interiores del amor; nunca había estado Marius más enamorado, más dichoso, más extasiado. Pero había encontrado triste a Cosette. Cosette había llorado. Tenía los ojos enrojecidos.

Era la primera nube en aquel sueño admirable.

Lo primero que dijo Marius fue:

—¿Qué te pasa?

Y ella contestó:

—Esto me pasa.

Luego se sentó en el banco que estaba junto a la escalinata y, mientras él, tembloroso, se acomodaba junto a ella, añadió:

—Mi padre me ha dicho esta mañana que esté lista, que tenía cosas que hacer y que a lo mejor nos íbamos.

Marius se estremeció de pies a cabeza.

Cuando se llega al final de la vida, morir es irse; cuando se está empezando, irse es morir.

Marius llevaba seis semanas tomando posesión de Cosette, despacio, gradualmente, día a día. Posesión meramente ideal, pero profunda. Como ya hemos dicho, en el primer amor se toma el alma mucho antes que el cuerpo; más adelante se toma el cuerpo mucho antes que el alma, y hay ocasiones en que no se toma el alma ni poco ni mucho; los Faublas y los Prudhomme añaden: porque no hay alma; pero ese sarcasmo, afortunadamente, es una blasfemia. Así pues, Marius poseía a Cosette como se posee espiritualmente; pero la arropaba con toda el alma y se adueñaba celosamente de ella con convicción increíble. Poseía su sonrisa, su aliento, su aroma, la honda irradiación de las pupilas azules, la suavidad de la piel cuando él le tocaba la mano, la marca deliciosa que tenía en el cuello, todo cuando ella pensaba. Se habían concertado para no dormir nunca sin soñar el uno con el otro y habían cumplido la palabra dada. Marius poseía, pues, todos los sueños de Cosette. Le miraba continuamente, y los rozaba a veces con el aliento, los mechones cortos de la nuca y se decía a sí mismo que no había ni uno de esos mechones que no le perteneciese a él, a Marius. Contemplaba y adoraba las cosas que ella se ponía: el lazo, los guantes, los puños que adornaban las mangas, los borceguíes, como si fueran objetos sagrados de los que era dueño. Pensaba que era el amo y señor de aquellas peinetas de concha tan bonitas que llevaba ella en el pelo y llegaba incluso a decirse, sordos y confusos tartamudeos de la voluptuosidad que iba aflorando, que no había ni un cordón del vestido de Cosette, ni una malla de sus medias, ni un pliegue de su corsé que no le pertenecieran. Cuando estaba al lado de Cosette, se sentía junto a sus posesiones, junto a su objeto de disfrute, su déspota y su esclava. Le daba la impresión de que las almas de ambos estaban ya tan mezcladas que, si hubiesen querido recuperarlas, no les habría sido posible diferenciarlas: «Ésta es la mía. — No, es la mía. — Te aseguro que te equivocas. Ésta soy yo desde luego. — Te crees que eres tú, pero soy yo.»