Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro octavo

Delicias y desconsuelos

Cap VII : El corazón anciano y el corazón joven frente a frente.

Gillenormand tenía ya por entonces noventa y un años bien cumplidos. Seguía viviendo con la señorita Gillenormand en el número 6 la calle de Les Filles-du-Calvaire, en aquella casa vieja que le pertenecía. Era, como recordaremos, uno de esos ancianos de antes que esperan la muerte bien tiesos, que no se doblan bajo la carga de la edad y que ni tan siquiera la pena doblega.

No obstante, su hija llevaba una temporada diciendo: «A mi padre se le están echando los años encima». Ya no abofeteaba a las criadas; ya no pegaba golpes con el bastón en el descansillo de la escalera con tanto entusiasmo cuando Basque tardaba en abrirle la puerta. La revolución de julio sólo lo había tenido exasperado seis meses escasos. Había visto casi con calma cómo emparejaba Le Moniteur estos dos grupos de palabras: señor Humblot-Conté y senador de Francia. El hecho es que el anciano estaba muy abatido. No cedía ni se rendía porque no entraba en su forma de ser, ni física ni espiritual; pero, por dentro, se sentía desfallecer. Llevaba cuatro años esperando a Marius a pie firme, no puede decirse de otro modo, con el convencimiento de que aquel granujilla llamaría a la puerta el día menos pensado; ahora había llegado ya a decirse, en algunas horas adustas, que a poco que Marius tardase algo más… No era la idea de la muerte la que se le hacía insoportable, sino la de que, a lo mejor, no volvería a ver a Marius. No volver a ver a Marius no se le había pasado ni por instante por la cabeza hasta ahora; pero, en la actualidad, la idea empezaba a ocurrírsele y lo dejaba helado. La ausencia, como siempre sucede en los sentimientos naturales y auténticos, no había hecho sino incrementarle su cariño de abuelo por el niño ingrato que se había ido como si tal cosa. Es en las noches de diciembre, con diez grados bajo cero, cuando más se acuerda uno del sol. El señor Gillenormand era incapaz, o creía serlo, de dar un paso, él, el abuelo, para ir al encuentro del nieto. «Antes reventar», decía. No pensaba tener nada que reprocharse, pero se acordaba de Marius con un hondo enternecimiento y la desesperación muda de un hombre viejo que va caminando hacia las tinieblas.

Se le estaban empezando a caer los dientes, lo cual lo ponía aún más triste.

El señor Gillenormand, aunque no se lo confesaba a sí mismo, porque se habría sentido rabioso y avergonzado, nunca había querido a amante alguna como quería a Marius.

Había mandado colocar en su cuarto, ante la cabecera de la cama, como lo primero que quería ver al despertar, un antiguo retrato de su otra hija, la que había fallecido, la señora Pontmercy, un retrato que le habían hecho cuando contaba dieciocho años. Miraba continuamente aquel retrato. Y llegó a decir un día, cuando lo estaba contemplando:

—Creo que se le parece.

—¿A mi hermana? —preguntó la señorita Gillenormand—. Desde luego.

El anciano añadió:

—Y a él también.

En una ocasión, cuando estaba sentado, con las rodillas juntas y los ojos cerrados a medias, en postura abatida, su hija se arriesgó a decirle:

—Padre, ¿sigue usted igual de enfadado…?

Se detuvo, no atreviéndose a seguir hablando.

—¿Con quién? —preguntó él.

—Con el pobre Marius.

Gillenormand alzó la anciana cabeza, puso el puño arrugado y enflaquecido encima de la mesa y chilló, con su tono más irritado y vibrante:

—¿Pobre Marius, dice usted? ¡Ese caballero es un tunante, un golfo y un vanidoso de poca monta, un ingrato sin corazón y sin alma, un orgulloso y un mal hombre!