Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro quinto

Cuyo final no tiene nada que ver con el principio

Cap IV : Un corazón debajo de una piedra.

El universo reducido a un único ser, un único ser que se dilata hasta convertirse en Dios, eso es el amor.

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El amor es la salutación de los ángeles a los astros.

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¡Qué triste está el alma cuando está triste por amor!

¡Qué vacío causa la ausencia del ser que se basta para llenar el mundo! ¡Ay, qué cierto es que el ser amado se convierte en Dios! Podría comprenderse que Dios sintiera celos si no fuera porque es evidente que el Padre de todo hizo la creación para el alma, y el alma para el amor.

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Basta con una sonrisa divisada a lo lejos bajo un sombreo de crespón blanco con velillo trasero lila para que el alma entre en el país de los sueños.

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Dios está detrás de todo, pero todo oculta a Dios. Las cosas son negras, las criaturas son opacas. Amar a un ser es volverlo transparente.

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Hay pensamientos que son oraciones. Hay momentos en que, fuere cual fuere la postura del cuerpo, el alma está arrodillada.

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Los amantes separados se distraen de la ausencia con mil cosas quiméricas que, no obstante, cuentan con una realidad. Los impiden verse, no pueden escribirse; dan con muchos medios misteriosos de correspondencia. Se envían el canto de los pájaros, el aroma de las flores, la risa de los niños, la claridad del sol, los suspiros del viento, los rayos de luz de las estrellas, la creación entera. ¿Y por qué no? Todas las obras de Dios se hicieron para servir al amor. El amor tiene poder bastante para cargar la naturaleza entera con sus mensajes.

¡Ah, primavera! Eres una carta que le escribo.

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El porvenir es mucho más de los corazones que de las mentes. Amar, eso es lo único que puede ocupar y colmar la eternidad. El infinito precisa de lo inagotable.

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El amor participa de la propia alma. Es de la misma naturaleza que ella. Como ella, es una chispa divina; como ella, es incorruptible, indivisible, imperecedero. Es un punto de fuego que llevamos dentro y que nada puede apagar. Lo sentimos arder hasta en la médula de los huesos y lo vemos resplandecer hasta lo más hondo del cielo.

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¡Ay, amor! ¡Adoración! ¡Voluptuosidad de dos mentes que se entienden, de dos corazones que se intercambian, de dos miradas que se funden! Vendréis a mí, dichas, ¿verdad que sí? ¡Paseos de dos en las soledades! ¡Días benditos y radiantes! He soñado a veces que, de vez en cuando, había horas que se desprendían de la vida de los ángeles y bajaban aquí para cruzar por el destino de los humanos.