La señora Bovary de Gustave Flaubert

Tercera parte.

Capítulo IX

Con la muerte de una persona llega una especie de estupefacción, por lo difícil que es entender ese advenimiento de la nada y resignarse a creérselo. No obstante, cuando se dio cuenta de la inmovilidad de Emma, Charles se arrojó sobre ella gritando:

—¡Adiós! ¡Adiós!

Homais y Canivet lo obligaron a salir de la habitación.

—¡Modérese!

—Sí —decía él, forcejeando—; seré sensato, no haré nada malo. Pero ¡déjenme! ¡Quiero verla! ¡Es mi mujer!

Y lloraba.

—Llore —respondió el boticario—. ¡Dele libertad a la naturaleza, eso le servirá de alivio!

Más débil que un niño, Charles dejó que lo llevasen abajo, a la sala, y el señor Homais no tardó en regresar a su casa.

En la plaza, lo abordó el ciego, que, habiendo llegado trabajosamente a Yonville con la esperanza de la pomada antiflogística, preguntaba a todos los transeúntes dónde vivía el boticario.

—¡Vaya por Dios! ¡Como si no tuviera nada más importante que hacer! ¡Lo siento, vuelve luego!

Y se metió a toda prisa en la botica.

Tenía que escribir dos cartas, hacerle una poción calmante a Bovary, dar con un embuste que pudiera ocultar el envenenamiento y redactar un artículo para El Fanal; y eso sin contar con las personas que lo estaban esperando para que las informase; y, cuando todos los vecinos de Yonville hubieron oído la historia que les contó él, el arsénico que Emma había confundido con azúcar preparando unas natillas, Homais volvió a casa de Bovary.