Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro octavo

Los cementerios toman lo que les dan

Cap IX : Clausura.

En el convento, Cosette siguió callada.

Cosette creía con toda naturalidad que era hija de Jean Valjean. Por lo demás, como nada sabía, nada podía decir, y, fuere como fuere, no habría dicho nada. Acabamos de comentar que no hay nada que instruya tanto a los niños en el silencio como la desgracia. Cosette había sufrido tanto que le tenía miedo a todo, incluso a hablar, incluso a respirar. ¡Tantas veces se le había venido encima una avalancha por una única palabra! Sólo estaba empezando a sentirse algo segura desde que estaba con Jean Valjean. Se acostumbró bastante pronto al convento. Aunque echaba de menos a Catherine, pero no se atrevía a decirlo. Una vez, no obstante, le dijo a Jean Valjean: «Padre, si lo hubiera sabido, la habría cogido».

Cosette, al convertirse en alumna interna del convento, tuvo que vestir como las educandas de la casa. Jean Valjean consiguió que le entregasen la ropa que ya no iba a usar. Era esa misma ropa de luto que le puso cuando se la llevó del figón de los Thénardier. Todavía no estaba muy gastada. Jean Valjean guardó esas prendas y, además, las medias de lana y los zapatos, con mucho alcanfor y todas esas plantas aromáticas que abundan en los conventos, en una maletita con la que halló forma de hacerse. Puso esa maleta en una silla, junto a su cama, y siempre llevaba la llave consigo. Cosette le preguntó un día: «Padre, ¿qué hay en esa caja que huele tan bien?».

Fauchelevent, aparte de esa fama gloriosa que acabamos de referir y de la que no supo nada, vio recompensada su buena acción; para empezar, se sintió dichoso; y, además, tuvo mucho menos trabajo puesto que lo repartieron. Finalmente, como le gustaba mucho el tabaco, le encontraba a la presencia del señor Madeleine la ventaja de que tomaba mucho más tabaco que antes, y con muchísima más voluptuosidad, porque el señor Madeleine se lo regalaba.

Las monjas no adoptaron el nombre de Ultime; llamaban a Jean Valjean el otro Fauvent.

Si esas santas mujeres hubieran tenido, mínimamente, los ojos de Javert, habrían acabado por notar que, cuando había que hacer un recado fuera del convento para el cuidado del jardín, era siempre el Fauchelevent de más edad, el viejo, el tullido, el cojo, quien salía; y el otro, nunca; pero bien porque la vista siempre clavada en Dios no sepa espiar, o bien porque prefirieran dedicarse a acecharse entre sí, no les llamó la atención.

Por lo demás, Jean Valjean hizo muy bien en no asomar y no moverse en absoluto. Javert estuvo más de un mes vigilando el barrio.

Aquel convento era para Jean Valjean como una isla rodeada de abismos. Aquellas cuatro paredes eran para él, en adelante, el mundo. Veía el cielo lo suficiente para sentirse sereno y a Cosette lo suficiente para sentirse dichoso.

Volvió a empezar una vida que le resultaba muy dulce.

Vivía con Fauchelevent en la cabaña del fondo del jardín. Esa casucha, hecha con escombros, que existía aún en 1845, constaba, como ya sabemos, de tres habitaciones completamente desguarnecidas y que sólo tenían las paredes. La principal se la había cedido a la fuerza Fauchelevent al señor Madeleine, aunque Jean Valjean se había resistido a ello en vano. La pared de esa habitación, además de los dos clavos destinados a colgar la rodillera y el cuévano, la adornaba un ejemplar de papel moneda de la monarquía, de 1793, pegado en la pared encima de la chimenea cuyo facsímil exacto es el siguiente: