La señora Bovary de Gustave Flaubert
Tercera parte.
Capítulo VIII
Se iba preguntando según andaba: «¿Qué voy a decir? ¿Por dónde empiezo?». Y, a medida que avanzaba, reconocía los matorrales, los árboles, los juncos marinos en la colina, la mansión a lo lejos. Recuperaba las sensaciones de los principios del amor y el pobre corazón oprimido se le dilataba amorosamente con ellas. Le daba en la cara un viento tibio; la nieve, al derretirse, caía gota a gota desde los capullos a la hierba.
Entró como antes por la puertecita del parque y llegó luego al patio central, que circunvalaba una fila doble de frondosos tilos. Columpiaban, con un silbido, las largas ramas. Todos los perros ladraron en la perrera, y retumbaban sus voces sin que nadie acudiera.
Subió las escaleras largas y rectas con balaustradas de madera que llevaban al corredor con suelo de losas polvorientas al que daban varias habitaciones en fila como en los monasterios y en las fondas. La de Rodolphe estaba al final, al fondo del todo, a la izquierda. Al poner los dedos en la cerradura la abandonaron de repente las fuerzas. Temía que él no estuviera, casi lo deseaba, y era, no obstante, la única esperanza que le quedaba, la última oportunidad de salvarse. Se quedó ensimismada un minuto y, templando el coraje en la sensación de necesidad presente, entró:
Él estaba ante el fuego, con los pies en el faldón de la chimenea, fumando una pipa.