Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Cuarta Parte: El idilio de la calle de Plumet y La epopeya de la calle de Saint-Denis

Libro tercero

La casa de la calle de Plumet

Cap VII : A tristeza, tristeza y media.

Todas las situaciones tienen sus instintos. La anciana y eterna madre naturaleza advertía en sordina a Jean Valjean de la presencia de Marius. Jean Valjean se sobresaltaba en lo más nebuloso de su pensamiento. Jean Valjean no veía nada, no sabía nada y miraba atentamente, sin embargo, con atención obstinada, las tinieblas en que se hallaba, como si notase, por un lado, que algo estaba en construcción y, por otro, que algo se estaba viniendo abajo. Marius, también sobre aviso, y al avisarlo esa misma madre naturaleza, pues es algo que está en la honda ley de Dios, hacía cuanto estaba en su mano para ocultarse al «padre». Pero ocurría, no obstante, que Jean Valjean lo divisara a veces. El comportamiento de Marius no tenía ya nada de natural. Había en él prudencias sospechosas y temeridades torpes. Ya no se acercaba, como antes; se sentaba lejos y se quedaba extasiado; tenía un libro y fingía leerlo. ¿Por qué lo fingía? Antes iba con el frac viejo; ahora llevaba el nuevo a diario; y no estaba muy claro que no estuviera yendo a que le rizasen el pelo; tenía una mirada muy peculiar; usaba guantes; en resumidas cuentas, Jean Valjean aborrecía cordialmente al joven aquel.

Cosette no dejaba traslucir nada. Sin saber exactamente qué le pasaba, tenía la clara impresión de que algo le pasaba y de que debía ocultarlo.

Se daba entre la afición a la ropa que le había entrado a Cosette y la costumbre de usar fracs nuevos que le había dado al desconocido un paralelismo que importunaba a Jean Valjean. A lo mejor era una casualidad, probablemente, seguro que lo era, pero era una casualidad amenazadora.

Nunca le decía ni palabra a Cosette del desconocido aquel. Un día, sin embargo, no pudo contenerse y, con esa desesperación inconcreta que arroja la sonda de pronto en la propia desdicha, le dijo: «¡Qué pedante parece ese muchacho!».

El año anterior, Cosette, como niña indiferente que era, le habría contestado: «No, qué va. Si es encantador». Diez años después, con el amor de Marius en el corazón, habría contestado: «¡Pedante y con una presencia insoportable! ¡Tiene toda la razón!». En ese momento de la vida y del corazón en que se hallaba, se limitó a repetir con suprema calma: «¡Ese muchacho de ahí!».

Como si lo viera por primera vez en la vida.

«¡Qué tonto soy! —pensó Jean Valjean—. Aún no se había fijado en él. Se lo estoy señalando yo.»

¡Ay, sencillez de los viejos! ¡Ay, profundidades de los niños!

Es también una ley de esos rozagantes años de sufrimientos y preocupaciones, de esas vehementes luchas del primer amor contra los primeros obstáculos: la muchacha no permite que la atrapen en ninguna trampa y el joven cae en todas. Jean Valjean había iniciado una guerra sorda contra Marius, y Marius, con la necedad sublime propia de su pasión y de su edad, no lo intuyó. Jean Valjean le tendió incontables celadas; cambió de hora, cambió de banco, se dejó olvidado el pañuelo, fue él solo a Le Luxembourg; Marius cayó a ciegas en todas las trampas; y a todos aquellos signos de interrogación que le iba poniendo Jean Valjean por el camino respondió ingenuamente que sí.