Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)
Alexandre Dumas
Capítulo XXXI
Ingleses y franceses
Llegada la hora, se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Luxemburgo, a un recinto abandonado a las cabras. Athos dio una moneda al cabrero para que se alejase. Los lacayos fueron encargados de hacer de centinelas.
Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a los mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de ultramar.
Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios fueron, pues, para ellos tema no sólo de sorpresa sino aun de inquietud.
—Pero a todo esto —dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres—, no sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son nombres de pastores.
—Como bien suponéis, milord, son nombres falsos —dijo Athos.
—Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos —respondió el inglés.
—Habéis jugado de buena gana contra nosotros sin conocerlos —dijo Athos—, y con ese distintivo nos habéis ganado nuestros dos caballos.
—Cierto, pero no arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra sangre: se juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus iguales.
—Eso es justo —dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse y le dijo su nombre en voz baja.
Porthos y Aramis hicieron otro tanto por su lado.
—¿Os basta eso —dijo Athos a su adversario—, y me creéis tan gran señor como para hacerme la gracia de cruzar la espada conmigo?
—Sí, señor —dijo el inglés inclinándose.
—Y bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? —repuso fríamente Athos.
—¿Cuál? —preguntó el inglés.
—Nunca deberíais haberme exigido que me diese a conocer.
—¿Por qué?
—Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí.
El inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada del mundo.
—Señores —dijo dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios—, ¿estamos?
—Sí —respondieron todos a una, ingleses y franceses.
—Entonces, en guardia —dijo Athos.
Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas.
Athos luchaba con tanta calma y método como si estuviera en una sala de armas.
Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía un juego lleno de sutileza y prudencia.
Aramis, que tenía que terminar el tercer canto de su poema, se apresuraba como hombre muy ocupado.
Athos fue el primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una estocada, pero como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.