Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas

Capítulo XXX

Milady

D’Artagnan había seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la oyó dar a su cochero la orden de ir a Saint-Germain.

Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos. D’Artagnan volvió, por tanto, a la calle Férou.

En la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda de un pastelero y que parecía extasiado ante un brioche de la forma más apetecible.

Le dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno para él, D’Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de D’Artagnan.

Planchet se encaminó hacia la calle del Colombier y D’Artagnan hacia la calle Férou. Athos estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que había traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer un vaso para D’Artagnan y Grimaud obedeció como de costumbre.

D’Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de equiparse.

—Pues yo estoy muy tranquilo —respondió Athos a todo este relato—; no serán las mujeres las que hagan los gastos de mi arnés.

—Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría ni princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.

—¡Qué joven es este D’Artagnan! —dijo Athos, encogiéndose de hombros.

E hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella.

En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció a su señor que los dos caballos estaban allí.

—¿Qué caballos? —preguntó Athos.

—Dos que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una vuelta por Saint-Germain.

—¿Y qué vais a hacer a Saint-Germain? —preguntó aún Athos.

Entonces D’Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su eterna preocupación.

—Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux —dijo Athos encogiéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad humana.

—¿Yo? ¡Nada de eso! —exclamó D’Artagnan—. Sólo tengo curiosidad por aclarar el misterio con el que está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida.

—De hecho, tenéis razón —dijo Athos—. No conozco una mujer que merezca la pena que se la busque cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor para ella! ¡Que ella misma se encuentre!

—No, Athos, no, os engañáis —dijo D’Artagnan—; amo a mi pobre Constance más que nunca, y si supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del mundo, partiría para sacarla de las manos de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis búsquedas han sido inútiles. ¿Qué queréis? Hay que distraerse.