Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro séptimo

El culo del gato

Cap I : Las minas y los mineros.

En todas las sociedades humanas existe eso que llaman en los teatros el tercer foso. El suelo social está minado por doquier, a veces para el bien y otras para el mal. Esas excavaciones se superponen. Hay minas superiores y minas inferiores. Hay una parte de arriba y una parte de abajo en ese subsuelo oscuro que en ocasiones se desploma bajo el peso de la civilización y que hollamos con nuestra indiferencia y nuestra despreocupación. El siglo pasado la Enciclopedia fue casi una mina a cielo abierto. Las tinieblas, que incubó en su oscuridad el cristianismo primitivo, no estaban sino a la espera de una ocasión oportuna, en tiempo de los Césares, para estallar e inundar de luz al género humano. Pues en las tinieblas sagradas hay una luz latente. Colma los volcanes una sombra capaz de llamear. Toda lava empieza por ser oscuridad. Las catacumbas, donde se dijo la primera misa, no eran sólo el sótano de Roma, eran el subterráneo del mundo.

Hay bajo la edificación social, ese caserón de maravillosa complejidad, excavaciones de todo tipo. Están la mina religiosa, la mina filosófica, la mina política, la mina económica, la mina revolucionaria. Hay quien usa de azadón las ideas, hay quien usa los números, hay quien usa la ira. Se llaman y se responden de una catacumba a otra. Las utopías circulan bajo tierra, por las cañerías. Se ramifican en cualesquiera direcciones. A veces se encuentran y confraternizan. Jean-Jacques le presta el pico a Diógenes y éste le presta el farol. A veces se enfrentan. Calvino agarra de los pelos a Socin. Pero nada detiene ni interrumpe la tendencia de todas esas energías hacia la meta ni esa dilatada actividad simultánea que va y viene, baja y sube por entre oscuridad tal y transforma despacio la parte de arriba mediante la parte de abajo y la parte de fuera mediante la parte de dentro, ese gigantesco pulular ignoto. La sociedad apenas si sospecha esa horadación que respeta la superficie y le cambia las entrañas. Otros tantos pisos subterráneos, otras tantas labores diferentes, otras tantas extracciones diversas. ¿Qué sale de todas esas excavaciones tan profundas? El porvenir.

Cuanto más bajamos, más misteriosos son los trabajadores. Es un trabajo beneficioso hasta un límite que el filósofo social sabe reconocer; más allá resulta cuestionable y mixto; más abajo aún, se convierte en terrible. A determinada profundidad, en las excavaciones no puede penetrar ya el espíritu de la civilización, quedan superadas las fronteras dentro de las que puede respirar el hombre; cabe dentro de lo posible que empiecen los monstruos.

La escala descendente es extraña; y todos y cada uno de esos peldaños corresponden a un piso en que puede hacer pie la filosofía y donde nos encontramos con alguno de sus obreros, a veces divinos y a veces deformes. Más abajo de Jean Huss está Lutero; más abajo de Lutero está Descartes; más abajo de Descartes está Voltaire; más abajo de Voltaire está Condorcet; más abajo de Condorcet está Robespierre; más abajo de Robespierre está Marat; más abajo de Marat está Babeuf. Y seguimos bajando. Más abajo, de forma confusa, en el límite que separa lo indistinto de lo invisible, divisamos más hombres oscuros que, quizá, no existen aún. Los de ayer son espectros; los de mañana son larvas. El ojo de la mente los intuye imprecisamente. La labor embrionaria del porvenir es una de las visiones del filósofo.

Un mundo en el limbo, en estado fetal, ¡qué silueta inaudita!

También están ahí Saint-Simon, Owen, Fourier, en unos socavones laterales.