Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro sexto

La conjunción de dos estrellas

Cap V : A la Murgón le caen encima varios rayos.

Al día siguiente, la Murgón —que así era como llamaba Courfeyrac a la anciana portera-inquilina-principal-mujer-de-la-limpieza del caserón Gorbeau, quien, como ya hemos podido ver, se llamaba señora Burgon, pero aquel trasto de Courfeyrac no respetaba nada—, la Murgón, pues, pasmada, se fijó en que el señor Marius volvía a irse a la calle con el frac nuevo.

Volvió Marius a Le Luxembourg, pero no pasó de su banco, que estaba a mitad del paseo. Se sentó en él como la víspera, mirando de lejos y viendo con toda claridad el sombrero blanco, el vestido negro y, sobre todo, el resplandor azul. No se movió de ese banco y no volvió a casa hasta que cerraron las puertas de Le Luxembourg. No vio irse al señor Leblanc y a su hija. Y sacó la conclusión de que habían salido del parque por la verja de la calle de L’Ouest. Pasado algún tiempo, varias semanas después, cuando pensó en ello, no pudo acordarse de ninguna manera de dónde había cenado aquella noche.

Al día siguiente, es decir, el tercer día, la Murgón volvió a quedarse de una pieza. Marius salió con el frac nuevo.

—¡Tres días seguidos! —exclamó.

Intentó seguirlo, pero Marius andaba deprisa y a zancadas enormes; era como si un hipopótamo persiguiera a un rebeco. Lo perdió de vista al cabo de dos minutos y se volvió a casa sin resuello, casi asfixiada de asma y rabiosa.

«¡A quién se le ocurre —refunfuñó— ponerse la ropa buena a diario y hacer correr así a la gente!»

Marius había ido a Le Luxembourg.

Allí estaba la joven con el señor Leblanc. Marius se acercó cuanto pudo haciendo como que leía un libro, pero se quedó a mucha distancia pese a todo; luego volvió a su banco, a sentarse, y se pasó en él cuatro horas, mirando cómo daban saltitos por el paseo los gorriones, que le parecía que se reían de él.

Así transcurrieron quince días. Marius ya no iba a Le Luxembourg a pasear, sino a sentarse siempre en el mismo sitio y sin saber por qué. Cuando llegaba, ya no se movía. Se ponía todas las mañanas el frac nuevo, y luego no lo lucía; y al día siguiente hacía lo mismo.

Decididamente, la joven era de una belleza maravillosa. Lo único que habría podido comentarse y que se acercase algo a un reproche era que la contradicción que había entre la mirada, que era triste, y la sonrisa, que era alegre, le daba al rostro cierta expresión extraviada, por lo que había momentos en que aquel rostro tan dulce se volvía raro sin dejar de ser encantador.