Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro segundo

El gran burgués

Cap VIII : Un par que no hacía juego.

En lo tocante a las hijas del señor Gillenormand, acabamos de mencionarlas. Nacieron con diez años de intervalo. De jóvenes, se parecieron muy poco, y, tanto por la forma de ser cuanto por el rostro, fueron lo menos hermanas que se puede ser. La menor tenía un alma adorable vuelta hacia todo cuanto fuera luz; le importaban las flores, los versos, la música, y alzaba el vuelo por espacios gloriosos, entusiasta, etérea, prometida desde la infancia, en un ámbito ideal, a una imprecisa figura heroica. También la mayor tenía su quimera; veía en el azul del cielo a un proveedor del ejército, un intendente importante, vulgar y muy rico, un marido gloriosamente tonto, un millón hecho hombre; o un prefecto: recepciones en el palacio de la prefectura, un portero en el recibimiento, con una cadena colgando del cuello; los bailes oficiales, los discursos del ayuntamiento; ser «la señora prefecta», todo eso le daba vueltas en la imaginación. Así disparataban de jóvenes las dos hermanas, cada una extraviada en su sueño. Las dos tenían alas, una como un ángel y la otra como una oca.

No hay ambición que se cumpla del todo, al menos en este mundo. Ningún paraíso se vuelve terrestre en la época en que vivimos. La menor se casó con el hombre de sus sueños, pero se murió. La mayor no se casó.

En el momento en que aparece en la historia que estamos refiriendo, era una mujer vieja y virtuosa, una gazmoña irredenta, una de las narices más puntiagudas y una de las mentes más obtusas que darse puedan. Detalle significativo: más allá del círculo de familia más íntimo, nadie supo jamás el nombre de pila. La llamaban la señorita Gillenormand, la mayor.

En cuestiones de cant, que es la mojigatería inglesa, la señorita Gillenormand habría dejado corta a una miss. Era la personificación del pudor más extremoso. Tenía, en la vida, un recuerdo espantoso; un día, un hombre le había visto la liga.

Aquel pudor inmisericorde había ido a más con la edad. Nunca era la pechera del vestido lo bastante opaca ni lo bastante cerrada. Multiplicaba los corchetes y los alfileres en los sitios que a nadie se le ocurría mirar. Lo propio de la gazmoñería es colocar tantos más guardias cuanto menos amenazada está la fortaleza.

No obstante, y que explique quien pueda esos misterios de inocencia de vieja, no le hacía ascos a que la besase un oficial de lanceros que era sobrino nieto suyo y se llamaba Théodule.

Pese a aquel favoritismo por el lancero, la etiqueta de gazmoña con que la hemos clasificado le iba como anillo al dedo. La señorita Gillenormand era algo así como un alma crepuscular. La gazmoñería es medio virtud y medio vicio.

A la gazmoñería sumaba la beatería, que es la compañía más adecuada. Era de la cofradía de la Virgen, llevaba un velo blanco en algunas fiestas, mascullaba oraciones especiales, adoraba la «Sangre Preciosa», veneraba al «Sagrado Corazón», se quedaba horas en contemplación ante un altar rococó-jesuita de una capilla donde no podía entrar el común de los fieles y allí dejaba que alzara su alma el vuelo entre nubecillas de mármol y cruzando por entre anchos rayos de luz hechos de madera dorada.

Tenía una amiga de capilla, una virgen vieja como ella, que se llamaba la señorita Vaubois, atontada a más no poder y junto a la cual la señorita Gillenormand tenía la satisfacción de ser un águila. Dejando aparte los agnus dei y las avemarías, la señorita Vaubois no tenía luces más que en lo tocante a las diferentes formas de hacer mermelada. La señorita Vaubois, perfecta en su categoría, era el armiño de la estupidez, sin una sola mácula de inteligencia.