La señora Bovary de Gustave Flaubert

Segunda parte.

Capítulo XV

El gentío esperaba pegado a la pared, simétricamente encajonado entre unas balaustradas. En las esquinas de las calles aledañas, unos carteles gigantescos repetían, en caracteres barrocos: «Lucie de Lammermoor29… Lagardy… Ópera… etcétera». Hacía bueno, la gente tenía calor; corría el sudor por los rizos, todos habían sacado el pañuelo para secarse la frente encarnada, y, a veces, un viento tibio que soplaba desde el río movía blandamente el filo de las cortinas de dril colgadas de la puerta de las tabernas. Un poco más abajo, sin embargo, lo refrescaba a uno una corriente de aire gélido que olía a sebo, a cuero y a aceite. Era el aliento de la calle de Les Charrettes, repleta de almacenes grandes y negros donde metían rodando barriles.

Por temor a hacer el ridículo, Emma quiso, antes de entrar, dar una vuelta y pasear por el puerto; y Bovary, por prudencia, no soltó las entradas de la mano, metida en el bolsillo de los pantalones y apoyada contra el vientre.

A Emma le latió más deprisa el corazón nada más entrar en el vestíbulo. Sonrió de vanidad involuntaria al ver cómo la muchedumbre echaba a correr hacia la derecha, por el otro pasillo, mientras que ella subía las escaleras de la platea. Le gustó como a un niño empujar con el dedo las anchas puertas tapizadas; respiró hondamente el olor polvoriento de los pasillos y, cuando estuvo sentada en su palco, metió la cintura para enderezar el busto con desenvoltura de duquesa.