Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette

Libro octavo

Los cementerios toman lo que les dan

Cap II : Fauchelevent se enfrenta con ciertas dificultades.

Estar nervioso y serio en las ocasiones críticas es algo característico de ciertos caracteres y profesiones, sobre todo en los sacerdotes y demás religiosos. Cuando entró Fauchelevent, esa doble apariencia de la preocupación se había adueñado de la fisonomía de la superiora, que era la ya citada señorita de Blemeur, tan encantadora y sabia, la madre Innocente, tan alegre habitualmente.

El jardinero la saludó medrosamente y se quedó en el umbral de la celda. La superiora, que estaba pasando las cuentas del rosario, alzó la vista y dijo:

—¡Ah, es usted, Fauvent!

Ésa era la abreviación que usaban en el convento.

Fauchelevent repitió el saludo.

—Lo he mandado llamar, Fauvent.

—Aquí me tiene, reverenda madre.

—Tengo que hablar con usted.

—Yo también tengo algo que decirle a la reverenda madre —respondió Fauchelevent con un atrevimiento que, en su fuero interno, lo tenía asustado.

La superiora lo miró:

—¡Ah! ¿Tiene algo que comunicarme?

—Algo que suplicarle.

—Pues dígalo.

El buen Fauchelevent, antiguo escribiente, pertenecía a la categoría de los campesinos con desparpajo. Hay cierta ignorancia mañosa que tiene fuerza: nadie desconfía y todo el mundo cae en el lazo. Fauchelevent llevaba algo más de dos años en la comunidad y le había ido bien. Siempre solo, al tiempo que se dedicaba a sus tareas de jardinero no tenía nada más en que ocuparse que en ser curioso. Por hallarse a prudencial distancia de todas aquellas mujeres veladas que iban y venían, sólo tenía ante los ojos unas sombras en movimiento. A fuerza de atención y de intuición, había conseguido ponerles carne a todos aquellos fantasmas, y esas muertas para él estaban vivas. Era como un sordo cuya vista se desarrolla y como un ciego a quien se le aguza el oído. Había puesto mucho empeño en desentrañar lo que querían decir los diversos toques, y lo había conseguido, de forma tal que en aquella clausura enigmática y taciturna no había nada que él no supiera; aquella esfinge le contaba al oído todos sus secretos. Fauchelevent lo sabía todo y lo ocultaba todo. En eso residía su arte. Todo el convento lo tenía por un simple, lo cual es un gran mérito desde el punto de vista de la religión. Las madres vocales tenían en cuenta a Fauchelevent. Era un mudo peculiar. Inspiraba confianza. Además era de costumbres regulares y sólo salía para atender las necesidades probadas de los frutales y del huerto. Semejante discreción en el comportamiento hablaba mucho a su favor. Aunque ésta no le había impedido tirarles de la lengua a dos hombres: en el convento, al portero, y así sabía los entresijos del locutorio; y, en el cementerio, al sepulturero, y así sabía las singularidades de la sepultura; de forma tal que, en lo tocante a las monjas, contaba con dos iluminaciones, una referida a la vida, y otra referida a la muerte. Pero no abusaba de ninguna de ellas. La congregación le tenía aprecio. Viejo, cojo, cegato y, con seguridad, algo sordo, ¡cuántas prendas! Habría sido difícil dar con otro mejor.