La señora Bovary de Gustave Flaubert

Segunda parte

Capítulo V

Fue un domingo de febrero, una tarde en que estaba nevando.

Habían ido todos, los señores Bovary, Homais y Léon, a media legua de Yonville, a ver en el valle unas hilaturas de lino que estaban construyendo. El boticario había llevado consigo a Napoléon y a Athalie para que hicieran ejercicio, y Justin los acompañaba para llevar los paraguas al hombro.

Nada menos curioso, no obstante, que esa curiosidad. Una gran extensión de terreno vacío donde había, revueltas entre montones de arena y de guijarros, unas cuantas ruedas dentadas oxidadas ya, rodeaba un edificio largo y cuadrangular que horadaban muchas ventanitas. Todavía no habían acabado de construirlo y se veía el cielo entre los ristreles de la techumbre. Restallaban al viento las cintas tricolores de un ramo de paja y espigas atado a la viga del gablete.

Homais hablaba. Explicaba al acompañamiento la importancia futura de la obra, calculaba la fuerza de los suelos, el grosor de las paredes y echaba mucho de menos no contar con un bastón métrico, como el del señor Binet, que sí tenía uno para su uso particular.

Emma, que iba de su brazo, se le apoyaba un poco en el hombro y miraba el disco solar, que lanzaba, allá lejos, entre la niebla, unos rayos de palidez cegadora; pero volvió la cabeza: allí estaba Charles. Llevaba la gorra calada hasta las cejas y le temblaban algo los labios gruesos, lo que añadía a su rostro un toque de estupidez; incluso la espalda, aquella espalda tranquila, resultaba irritante al mirarla, y Emma veía en ella, expuesta en la levita, toda la vulgaridad del individuo.

Mientras lo contemplaba, disfrutando así, en su irritación, de algo semejante a una voluptuosidad depravada, Léon dio un paso al frente. Con la palidez del frío la cara parecía de una languidez más suave; entre la corbata y la garganta, el cuello de la camisa, un tanto flojo, dejaba que asomase la piel; se le veía parte de la oreja por debajo de un mechón de pelo y los ojos azules y grandes, alzados hacia las nubes, le parecieron a Emma más límpidos y más hermosos que esos lagos de la montaña en que se mira el cielo.