La señora Bovary de Gustave Flaubert

Segunda parte

Capítulo II

La primera en bajar fue Emma; luego, Félicité, el señor Lheureux y un ama de cría; y hubo que despertar a Charles, que se había quedado dormido como un tronco en un rincón en cuanto se hizo de noche.

Homais se presentó; ofreció sus respetos a la señora, le dijo finezas al señor, manifestó que estaba encantado de haber podido serles de cierta ayuda y añadió, con expresión cordial, que había tenido el atrevimiento de invitarse, dado que, además, su mujer estaba fuera.

Cuando la señora Bovary entró en la cocina, se acercó a la chimenea. Pellizcó el vestido con dos dedos a la altura de las rodillas y, tras subirlo así hasta los tobillos, alargó hacia las llamas, por encima del asado que daba vueltas, el pie calzado con una botina negra. El fuego la iluminaba por completo, le calaba con luz cruda la trama del vestido, los poros homogéneos del cutis blanco e incluso los párpados, que entornaba a ratos. La recorría un intenso fulgor rojo a tenor de la ráfaga de viento que entraba por la puerta entornada.

Desde el otro lado de la chimenea, un joven de melena rubia la miraba en silencio.

Como se aburría mucho en Yonville, donde era pasante en la notaría del señor Guillaumin, el señor Léon Dupuis (pues él era el otro parroquiano habitual de El León de Oro) retrasaba con frecuencia la hora de la cena, con la esperanza de que llegase a la fonda algún viajero con quien charlar durante la velada. Los días en que se le acababa la tarea, no le quedaba más remedio, pues no se le ocurría qué otra cosa hacer que llegar puntual y tener que comer, desde la sopa hasta el queso, cara a cara con Binet. Aceptó, pues, con satisfacción, la propuesta de la hostelera de cenar con los recién llegados y pasaron todos a la sala grande, donde la señora Lefrançois había mandado, ceremoniosamente, que pusieran mesa para cuatro.

Homais pidió permiso para no quitarse el gorro griego, por temor a los catarros.

Luego, volviéndose a su vecina de mesa, le preguntó:

—¿La señora debe de estar seguramente un tanto cansada? ¡Nuestra Golondrina da unos tumbos tan espantosos!

—Es cierto —repuso Emma—. Pero siempre me divierte el cambio; me gusta ir a otros sitios.

—¡Resulta tan tedioso vivir clavado en el mismo lugar! —suspiró el pasante.

—Si tuviera que pasarse la vida a caballo como yo… —dijo Charles.

—Sin embargo —añadió Léon, dirigiéndose a la señora Bovary—, nada hay más agradable, me parece. Cuando se puede —añadió.