CAGA-CHITAS.

Cuentos de Charles Perrault

Erase un leñador y una leñadora que tenian siete hijos, todos varones: el mayor no pasaba de diez años, y el menor había cumplido ya siete. Parecerá extraño que en tan poco intervalo de tiempo hubiese tenido el leñador tantos hijos; pero su mujer, que no se daba punto de reposo, los echaba al mundo á pares por lo ménos.

Las buenas gentes se comian los codos de hambre, más que más teniendo que sobrellevar la no leve carga de los siete pimpollos, ninguno de los cuales servia para ganarse un pedazo de pan. Y lo que sobre todo afligia á los infelices padres era ver que el menor de la prole estaba muy enclenque, y que nunca descosia los labios. Parecíales simpleza lo que no era sino indicio de su despejado entendimiento.

El muchacho era tan extremadamente chiquitin, que al nacer no levantaba siquiera una pulgada, y por este motivo le habia quedado el apodo de Caga-chitas.

Esta infeliz criatura era el borrico de la casa: sobre sus espaldas llovian todos los palos, y la culpa del asno se la echaban á la albarda. Sin embargo, el rapaz no dejaba de ser listo y avisado como ninguno de sus hermanos: cerraba mucho el pico, pero en cambio aguzaba mucho los oídos.

Vino un año de mala cosecha, y el hambre fué tan espantosa, que nuestros buenos leñadores se vieron obligados á deshacerse de sus hijos. Una noche, despues de acostados los niños, el leñador, estando de palique con su mujer al amor de la lumbre, con el corazon angustiado le dijo:

—Ya ves, querida mia, que es de todo punto imposible dar de comer á nuestros hijos. No tengo alma para verlos morirse de hambre ante mis propios ojos; así que he resuelto dejarlos abandonados en el bosque. Será cosa de un momento: cuando estén distraidos en hacer fogotes nos escaparémos sin que nos vean, y santas páscuas.

—¡Vírgen de las Angustias! exclamó la leñadora. ¿Y serías capaz de llevarlos tú mismo al bosque para dejarlos entre las breñas sin refugio ni amparo?

De nada servia que el marido alegase su extremada miseria; la infeliz esposa nada queria escuchar: era pobre, pero tambien era madre. Considerando no obstante el agudo dolor que le causaría el ver morir de hambre á sus hijos ante sus propios ojos, despues de dares y tomares, consintió en abandonarlos, y fué á acostarse hecha un mar de lágrimas.

Caga-chitas se enteró de todo; porque como desde su cama oyese el altercado de sus padres, se levantó callandito, y se escurrió debajo del banquillo de su padre para poder escuchar sin ser visto. Volvió luego á acostarse, y cavilando lo que haria, no pudo cerrar los párpados en toda la noche. Madrugó muchísimo y se fué á la márgen de un arroyo; llenóse los bolsillos de chinitas blancas, y de prisa y corriendo se volvió á casa. Padres é hijos emprendieron el camino, y Caga-chitas no dijo á sus hermanos una palabra de cuanto habia averiguado. Llegaron á un bosque tan espeso que á diez pasos de distancia no podian verse unos á otros. El leñador se puso á cortar leña, y sus hijos á recoger chamarasca para hacer fogotes. El padre y la madre, viendo á la chiquillería muy ocupada en trabajar, fueron desviándose insensiblemente, y de repente se escabulleron por una torcida senda. Los niños lo mismo fué verse solos que echarse a gritar y á llorar con toda su fuerza.

Caga-chitas dejó que gritasen; pero ya sabía él por dónde tenian que volver á casa; porque al dirigirse hácia el bosque habia dejado caer á lo largo del camino las chinitas blancas que de intento llevaba en los bolsillos. Y por esta razon les dijo:

— Nada temais, hermanitos; mi padre y mi madre nos han dejado aquí, pero yo os volveré á casa. Seguidme.

Siguiéronle uno tras otro, y los guió hasta su casa por el mismo camino por donde habian venido. Al principio, no atreviéndose á entrar, se quedaron pegados á la puerta para escuchar lo que su padre y su madre decian.