La señora Bovary de Gustave Flaubert

Primera parte.

Capítulo III

Una mañana, llegó Rouault para pagarle a Charles el entablillamiento de la pierna: setenta y cinco francos en monedas de dos francos, y una pava. Estaba enterado de la desgracia que le había sucedido y lo consoló cuanto pudo.

—¡Sé lo que es eso! —le decía, dándole palmadas en el hombro—. ¡Yo estuve como usted! Cuando perdí a mi pobre difunta, me iba campo a través para estar solo; me desplomaba al pie de un árbol, lloraba, invocaba a Dios, le decía bobadas; me habría gustado estar como los topos que veía en las ramas y a los que les bullían los gusanos en las tripas, o sea, muerto por fin. Y cuando pensaba que otros, a esa misma hora, estaban con sus mujercitas y las tenían bien abrazadas, pegaba unos bastonazos tremendos en el suelo; estaba casi loco, ya no comía; solo pensar en ir al café me daba asco, aunque no se lo crea. Bueno, pues despacito, un día detrás de otro, una primavera tras un invierno y un otoño tras un verano, aquello fue pasando pizca a pizca, miguita a miguita; y se fue, se marchó, fue bajando; quiero decir que siempre le queda a uno algo por dentro… ¡un peso aquí, en el pecho! Pero eso es lo que nos espera a todos, tampoco hay que desmejorarse ni querer morirse por que se hayan muerto otros… Tiene usted que animarse, señor Bovary; ¡se le pasará! Venga a vernos; mi hija se acuerda de usted de vez en cuando, ¿sabe?, y dice que la tiene usted olvidada. Ya llega la primavera; lo llevaremos a cazar conejos al monte, para que eche una cana al aire.

Charles siguió el consejo. Volvió a Les Bertaux; lo encontró todo como la víspera, es decir, como hacía cinco meses. Los perales estaban en flor y el bueno de Rouault, que ya estaba sano, iba y venía, con lo que la granja estaba más animada.

Creyendo que estaba en la obligación de prodigarle al médico todas las consideraciones posibles por la posición dolorosa en que se hallaba, le rogó que no se descubriera, le habló en voz baja, como si estuviera enfermo, y fingió enfadarse incluso por que no hubieran dispuesto para él algo más ligero que para los demás, como tarritos de nata o peras cocidas. Contó chistes y Charles se sorprendió riéndose; pero el recuerdo de su mujer le volvió de repente y lo puso adusto. Trajeron el café y no volvió a acordarse de ella.