Novela: Crimen y castigo

Autor: Fiódor M. Dostoievski

TERCERA PARTE

CAP II

Al día siguiente, a las siete dadas, Razumikin se despertó presa de pensamientos que jamás habían turbado su existencia. Se acordó de todos los incidentes de la noche y comprendió que había experimentado una impresión muy diferente de cuantas sintiera hasta entonces. Comprendía, al mismo tiempo, que el sueño que había acariciado era de todo punto irrealizable. Aquella quimera le pareció de tal modo absurda, que tuvo vergüenza de pensar en ella. Así es que se apresuró a pasar a otras cuestiones más prácticas, que en cierto modo le había legado la maldita jornada precedente.

Lo que más le entristecía era haberse presentado el día anterior como un perdido; no solamente le habían visto ebrio sino abusando de las ventajas que su posición de bienhechor le daba sobre una joven obligada a recurrir a él, y sin conocer a punto fijo lo que era el tal señor. ¿Con qué derecho juzgaba tan temeriamente a Pedro Petrovitch? ¿Quién le preguntaba su opinión? Además, una persona como Advocia Romanovna, ¿podía casarse a gusto con un hombre indigno de ella? Sin duda que Pedro Petrovitch Ludjin tenía algún mérito. Claro es que existía la cuestión del alojamiento; pero, ¿qué motivos tenía Ludjin para saber lo que era aquella casa? Por otra parte, las dos señoras se albergaban allí provisionalmente, mientras se les preparaba otra vivienda. ¡Oh, qué miserable era todo aquello! ¿Podría justificarse alegando su embriaguez? Tan necia excusa le envilecía más. La verdad está en el vino, y he aquí que, bajo la influencia del vino, había revelado toda la verdad, es decir, la bajeza de un corazón vulgarmente celoso. ¿Le estaba permitido tal sueño a Razumikin? ¿Qué era él comparado con aquella joven, él, el borracho charlatán y brutal de la víspera? ¿Qué cosa más aborrecible y más ridícula a la vez que la idea de una aproximación entre dos seres tan semejantes?

El joven, avergonzado de tan loco pensamiento, se acordó de repente de haber dicho la noche anterior en la escalera que le amaba la patrona y que ésta tendría celos de Advocia Romanovna. Tal recuerdo le llenó de confusión. Era demasiado. Descargó un puñetazo sobre el fogón. Se hizo daño en la mano y rompió un ladrillo.

—No hay duda—murmuró al cabo de un rato con profunda humillación—; ya está hecho, y no hay medio de borrar tantas torpezas… Inútil es pensar en ellas; me presentaré sin decir nada, cumpliré silenciosamente con mi deber y no daré excusas, me callaré. Ahora es demasiado tarde y el mal está hecho.

Puso, sin embargo, particular esmero en arreglarse; no tenía más que un traje, y aunque hubiese tenido muchos, quizás se hubiera puesto el de la víspera «a fin de no parecer que se había arreglado ex profeso…» Sin embargo, un abandono cínico hubiese sido de muy mal gusto. No tenía derecho a herir los sentimientos ajenos, sobre todo cuando se trataba de personas que necesitaban de él y que le habían suplicado que fuese a verlas;[111] de consiguiente, cepilló con gran cuidado la ropa; en cuanto a la interior, Razumikin no la podía sufrir sucia.

Habiendo encontrado el jabón de Anastasia, se lavó concienzudamente la cabeza, el cuello, y, particularmente, las manos. Después de vacilar si se afeitaría o no (Praskovia Paulovna poseía excelentes navajas, herencia de su difunto marido Zarnitzin), resolvió la cuestión negativamente y con cierta brusca irritación, dijo para sí: «No, me quedaré como estoy. Se figurarían quizá que me había afeitado para… ¡De ninguna manera!»

Estos monólogos fueron interrumpidos por la llegada de Zosimoff, el cual después de haber pasado la noche en casa de Praskovia Paulovna, entró un instante en la suya, y venía ahora a visitar al enfermo. Razumikin le dijo que Raskolnikoff dormía como un lirón; el médico prohibió que se le despertara y prometió volver entre diez y once…