Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Segunda Parte: Cosette.

Libro primero

Waterloo

Cap I : Lo que nos encontramos viniendo de Nivelles.

El año pasado (1861), una hermosa mañana de mayo, un viandante, el que refiere esta historia, llegaba de Nivelles y se dirigía a La Hulpe. Iba a pie. Transitaba, entre dos hileras de árboles, por una calzada ancha que ondulaba entre colinas que se van sucediendo, elevan la carretera, la dejan caer y forman por esa zona algo así como unas olas enormes. Había dejado atrás Lillois y Bois-Seigneur-Isaac. Divisaba, al oeste, el campanario de pizarra de Braine-l’Alleud que tiene la forma de un jarrón puesto bocabajo. Acababa de dejar atrás un bosque, en una elevación, y en la revuelta de una trocha, junto a una especie de poste carcomido en que ponía: Antiguo portillo n.º 4, una taberna que llevaba este letrero en la fachada: Aux quatre vents. Échabeau, café particular.

Medio cuarto de legua después de haber pasado la taberna, llegó al fondo de un valle pequeño donde hay agua que corre por debajo de un arco abierto en el terraplén de la carretera. El grupo de árboles, ralo pero muy verde, que ocupa todo el valle a un lado de la calzada, se dispersa por unos prados en el otro y se va, grácil y desordenado, hacia Braine-l’Alleud.

Había allí, a la derecha, a la orilla de la carretera, una posada, un carro de cuatro ruedas delante de la puerta, un haz grande de varas para el lúpulo, un arado, un montón de maleza seca junto a un seto verde, cal humeante en un hoyo cuadrado y una escalera cruzada en un cobertizo viejo de tabiques de paja. Una joven escardaba un campo donde ondeaba al viento un cartel grande, amarillo, seguramente el anuncio de un espectáculo de alguna feria. En la esquina de la posada, junto a una charca donde navegaba una flotilla de patos, un sendero mal pavimentado se internaba entre los matorrales. El viandante se metió por él.

Al cabo de un centenar de pasos, tras haber caminado a lo largo de una tapia del siglo XV que coronaba un gablete puntiagudo de ladrillos alternados, se halló ante el arco cimbrado de una puerta de piedra grande, de imposta rectilínea, construida en el solemne estilo Luis XIV y con dos medallones planos a los lados. Una fachada severa se erguía a ambos lados de la puerta; una pared perpendicular a la fachada llegaba casi hasta esa puerta y la flanqueaba con un repentino ángulo recto. En el prado, delante de la puerta, había, caídos, tres rastrillos a través de cuyas rejas florecían, entremezcladas, todas las flores de mayo. La puerta estaba cerrada. La clausuraban dos hojas decrépitas que adornaba un llamador viejo y oxidado.

El sol era delicioso; había en las ramas ese suave temblor de mayo que parece fruto más de los nidos que del viento. Un animoso pajarillo, enamorado sin duda, trinaba como loco en un árbol alto.

El viandante se inclinó y examinó, en la piedra de la izquierda, en la parte de abajo del pie derecho de la puerta, una excavación bastante honda, circular, que parecía el alveolo de una esfera. En ese momento se abrieron las hojas de esta puerta y salió una campesina.

Reparó en el viandante y se dio cuenta de lo que estaba mirando.

—Eso lo hizo una bala de cañón francesa —le dijo.

Y añadió:

—Lo que ve ahí, más arriba, en la puerta, junto a un clavo, es el agujero de una bala grande de un vizcaíno, que no atravesó la madera.

—¿Cómo se llama este sitio? —preguntó el viandante.

—Hougomont —dijo la campesina.

El viandante se enderezó. Dio unos pasos y fue a mirar por encima de los setos. Vio en el horizonte, a través de las ramas, algo parecido a un montículo y, en ese montículo, algo que, de lejos, parecía un león.

Estaba en el campo de batalla de Warterloo.