Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Tercera Parte: Marius

Libro quinto

Excelencia de la desdicha

Cap V : La pobreza buena vecina de la miseria.

A Marius le gustaba aquel anciano candoroso que iba cayendo despacio en la indigencia y se iba asombrando de ello poco a poco, aunque sin entristecerse aún. Marius tenía trato con Courfeyrac y buscaba la compañía del señor Mabeuf. Aunque muy de tarde en tarde, una o dos veces al mes como mucho.

Con lo que más disfrutaba Marius era dando largos paseos él solo por los bulevares de ronda, o por el Champ de Mars, o por las avenidas menos frecuentadas de Le Luxembourg. A veces se pasaba la mitad del día mirando el jardín de un hortelano, los cuadros de lechugas, las gallinas entre el estiércol y el caballo dando vueltas a la rueda de la noria. Los transeúntes lo miraban sorprendidos y a algunos les parecía que tenía aspecto sospechoso y expresión siniestra. No era sino un joven pobre que no pensaba en nada concreto.

Durante uno de esos paseos descubrió el caserón Gorbeau, lo tentó porque estaba aislado y era económico y se fue a vivir allí. Lo conocían sólo por el señor Marius.

Algunos antiguos generales o antiguos amigos de su padre lo invitaron, cuando lo conocieron, a que fuera a verlos. Marius no rechazó esas invitaciones. Eran ocasiones para hablar de su padre. Así que iba de vez en cuando a visitar al conde Pajol, al general Bellavesne, al general Fririon, en Les Invalides. Había música y bailaban. Aquellas noches Marius se ponía el frac nuevo. Pero no iba nunca a esas veladas ni a esos bailes más que los días en que helaba a todo helar porque no tenía para un coche y no consentía en llegar a esos sitios sino con botas como espejos.

Decía a veces, pero sin amargura: «Así son los hombres: en un salón puedes ir hecho una pena menos en el calzado. Para recibirlo a uno bien, sólo piden que tengas irreprochable una cosa. ¿La conciencia? No, las botas».

Con la ensoñación, todas las pasiones menos las del corazón se disipan. Así se habían desvanecido las calenturas políticas de Marius. Había contribuido a ello la revolución de 1830, que lo había satisfecho y lo había calmado. Seguía siendo el mismo, pero sin arrebatos de ira. Conservaba las mismas opiniones, pero se habían suavizado. Hablando con propiedad, ya no tenía opiniones, sino simpatías. ¿De qué partido era? Del partido de la humanidad. De entre la humanidad, escogía a Francia; de entre la nación, escogía al pueblo; de entre el pueblo, escogía a la mujer. A ella sobre todo iba su compasión. Ahora prefería una idea a un hecho, un poeta a un héroe, y admiraba más aún un libro como el de Job que un acontecimiento como Marengo. Y, además, cuando, tras un día de meditación, regresaba, de noche, por los bulevares y, a través de las ramas de los árboles, divisaba el espacio sin fondo, los resplandores sin nombre, el abismo, la sombra, el misterio, todo cuanto era humano nada más le parecía pequeñísimo.

Creía haber llegado, y efectivamente quizá lo había hecho, a lo cierto de la vida y de la filosofía humana, y había acabado por no mirar ya sino al cielo, lo único que la verdad puede ver desde lo hondo de su pozo.

Ello no le impedía hacer mil planes, arreglos, elaboraciones, proyectos para el porvenir. En aquel estado de ensoñación, si unos ojos hubieran podido mirar a Marius por dentro, los habría deslumbrado la pureza de aquella alma. Pues, efectivamente, si a los ojos de la carne les fuera dado ver la conciencia ajena, calibraríamos con mucha mayor seguridad a un hombre por lo que sueña que por lo que piensa. En el pensamiento hay voluntad; en el sueño, no. El sueño, que es del todo espontáneo, adopta y conserva, incluso en lo gigantesco y lo ideal, la forma de nuestra mente.