Los Miserables

Autor: Víctor Hugo

Primera Parte: Fantine

Libro quinto

Hacia abajo

Cap VIII : La señora Victurnien se gasta treinta y cinco francos en aras de las buenas costumbres.

Cuando Fantine vio que podía vivir, tuvo un arrebato de alegría. ¡Vivir honradamente del trabajo, qué merced del cielo! Recobró en serio el gusto por el trabajo. Se compró un espejo, se alegró de ver en él su juventud, su bonito pelo y sus bonitos dientes, se le olvidaron muchas cosas, no pensó ya sino en su Cosette y en el porvenir posible y fue casi feliz. Alquiló una habitacioncita y la amuebló a crédito a cuenta del trabajo futuro, un resto de sus hábitos de desorden.

Como no podía decir que estaba casada, tuvo buen cuidado, como hemos insinuado ya, de no mencionar a su niña.

En esos comienzos, ya lo hemos visto, pagaba con regularidad a los Thénardier. Como no sabía más que firmar, no le quedaba más remedio que recurrir al escribano para escribirles.

Escribía con frecuencia. Y llamó la atención. Empezaron a decir por lo bajo en el taller de mujeres que Fantine «escribía cartas» y que «hacía cosas raras».

No hay nadie que más espíe lo que hace la gente que aquellos a quienes ni les va ni les viene. «¿Por qué no vuelve nunca ese señor hasta que ya es casi de noche? ¿Por qué Fulanito de Tal no deja nunca la llave colgada del clavo los jueves? ¿Por qué va siempre por las calles estrechas? ¿Por qué esa señora se baja siempre del coche de punto antes de llegar a su puerta? ¿Por qué manda a comprar un bloc de papel de cartas si “tiene hojas a porrillo en la caja de papel de cartas”?», etc., etc. Hay personas que, para enterarse de la clave de esos enigmas, que, por lo demás, no van con ellos en absoluto, gastan más dinero, le echan más tiempo y se toman más trabajo de los que necesitarían para llevar a cabo diez buenas obras; y todo ello gratuitamente, por gusto, sin que nada los compense de esa curiosidad sino la curiosidad misma. Se pasarán días enteros siguiendo a éste o a aquélla, se quedarán horas de plantón en las esquinas, debajo de portones de verjas, de noche, con frío y con lluvia, corromperán a recaderos, emborracharán a cocheros de punto y a lacayos, pagarán a una doncella, comprarán a un portero. ¿Para qué? Para nada. Pura cabezonería de ver, de saber, de enterarse. Pura comezón por contarlo. Y, con frecuencia, cuando se saben esos secretos, cuando se publican esos misterios, cuando salen a la luz del día esos enigmas, suceden catástrofes, duelos, quiebras; hay familias que se arruinan, existencias destrozadas para mayor regocijo de quienes «lo han descubierto todo» sin interés alguno y sólo por puro instinto. ¡Qué cosa más triste!

Algunas personas son malas sólo por necesidad de hablar. Su conversación, charla de salón, cotorreo de antecámara, es como esas chimeneas que queman deprisa la leña; necesitan mucho combustible; y el combustible es el prójimo.

Así que hubo quien observó a Fantine.

De propina, más de una le tenía envidia por aquel pelo rubio y aquellos dientes blancos.

Se percataron de que en el taller, mezclada con las otras, volvía la cara con frecuencia para secarse una lágrima. Le sucedía cuando se acordaba de su niña; quizá también del hombre al que había querido.

Cortar con las sombrías ataduras del pasado era una tarea dolorosa.