Los Miserables
Autor: Víctor Hugo
Primera Parte: Fantine
Libro quinto
Hacia abajo
Cap III : Cantidades depositadas en la banca Laffitte.
Por lo demás, seguía tan sencillo como el primer día. Tenía el pelo gris, la mirada seria, la piel curtida del obrero, la cara pensativa de un filósofo. Solía llevar un sombrero de ala ancha y una levita larga de paño grueso, abotonada hasta la barbilla. Cumplía con su cometido de alcalde, pero, aparte de eso, vivía aislado. Hablaba con poca gente. Evitaba tener que andarse con cumplidos, saludaba de refilón, se escabullía enseguida, sonreía para no tener que charlar. Las mujeres decían de él: «Es un lobo solitario, pero un buenazo». Lo que más le gustaba era pasear por el campo.
Comía siempre solo, con un libro abierto ante sí y leyendo. Tenía una biblioteca pequeña y bien escogida. Le gustaban los libros; los libros son amigos seguros con la cabeza fría. A medida que iba teniendo más dinero y, por lo tanto, más ratos de ocio, daba la impresión de que aprovechaba para cultivar la inteligencia. Desde que vivía en Montreuil-sur-Mer, se iba notando que, de año en año, hablaba con mayor educación y con palabras más escogidas y más mansas.
Le agradaba llevarse una escopeta cuando salía a pasear, pero pocas veces la usaba. Cuando lo hacía, por casualidad, tenía una puntería infalible que daba miedo. Nunca mataba un animal inofensivo. Nunca le disparaba a un pajarillo.
Aunque ya no era joven, decían que tenía una fuerza prodigiosa. Le echaba una mano a quien lo necesitara, ponía en pie un caballo, empujaba una rueda atascada en el barro, paraba un toro escapado agarrándolo por los cuernos. Llevaba siempre los bolsillos llenos de calderilla cuando salía, y vacíos al regreso. Cuando pasaba por un pueblo, los arrapiezos harapientos corrían alegremente en pos de él y lo rodeaban como una nube de mosquitas.
Podía intuirse que había debido de vivir antes en el campo, porque tenía muchísimos secretos útiles que les contaba a los campesinos. Les enseñaba a acabar con la polilla del trigo rociando el granero e inundando las rendijas del suelo con una disolución de sal común; y a ahuyentar a los gorgojos colgando por todos lados, en las paredes y del tejado, en los pastos y en las casas, esclarea en flor. Sabía «recetas» para erradicar de un sembrado la vicia, el añublo, la ervilla, la rabaniza, la cola de zorra y todas esas plantas parásitas que se comen el trigo. Defendía una conejera contra las ratas sólo con el olor de un conejillo de Indias que metía dentro.
Un día, viendo a gente de por allí muy afanosa arrancando ortigas, miró el montón de plantas, arrancadas de raíz y ya secas, y dijo: «Están muertas. Y, sin embargo, serían algo bueno sabiéndolo aprovechar. Cuando la ortiga es joven, las hojas son una verdura excelente; cuando envejece, tiene filamentos y fibras, como el cáñamo y el lino. Los tejidos de ortiga no desmerecen de los de cáñamo. Picadas, las ortigas son buenas para las aves de corral; machacadas, para las reses. Las semillas de la ortiga, mezcladas con el forraje, le dan brillo al pelo de los animales; la raíz, mezclada con sal, proporciona un bonito color amarillo. Es, por lo demás, un heno excelente que se puede segar en dos veces. Y ¿qué necesita la ortiga? Poca tierra, ninguna atención y ningún cultivo. Sólo que la semilla va cayendo según madura y cuesta recogerla. Y eso es todo. Tomándose algún trabajo, la ortiga sería útil. No le hacemos caso, y se vuelve nociva. Y entonces la matamos. ¡Cuántos hombres se parecen a las ortigas!». Añadió, tras un silencio: «Amigos míos, que no se os olvide esto: no hay ni malas hierbas ni hombres malos. Sólo hay malos labriegos».