Novela: Crimen y castigo
Autor: Fiódor M. Dostoievski

PRIMERA PARTE

CAP II – B

Marmeládov, muy agitado, volvió a hacer una pausa. En ese momento entraba de la calle toda una partida de bebedores, que ya venían borrachos, y se oyeron las notas de un organillo alquilado y la voz cascada de un chiquillo de siete años, cantando La alquería[20]. Había mucho ruido. El tabernero y los mozos atendieron a los recién llegados. Marmeládov, sin prestarles atención, prosiguió su relato. Parecía muy debilitado, pero, cuanto más borracho estaba, más parlanchín se volvía. Los recuerdos de su reciente triunfo en el trabajo parecían haberlo reanimado y hasta se reflejaban en su semblante con una especie de resplandor. Raskólnikov escuchaba atentamente.

—Esto fue hace cinco semanas, mi buen señor. Sí… En cuanto se enteraron ellas dos, Katerina Ivánovna y Sónechka, me sentí transportado, Dios mío, al reino celestial. Antes estaba ahí tirado, como una bestia, y todo eran insultos. En cambio, ahora entran de puntillas, procuran hacer callar a los niños: «Semión Zajárych ha venido fatigado del trabajo y necesita descansar, ¡chitón!». Me preparan café antes de ir a trabajar, y ¡nata hervida! Han empezado a ponerme nata de verdad, ¡óigame bien! Y lo que no puedo entender es cómo habrán reunido el dinero para un vestuario decente: once rublos con cincuenta kopeks. Las botas, las pecheras de calicó, espléndidas, el uniforme… por once rublos y medio, tiene todo un aspecto imponente. Llego a casa el primer día por la mañana, después del trabajo, y miro: Katerina Ivánovna había preparado dos platos, sopa y carne asada con salsa de rábanos, lo nunca visto. No tenía ni un solo vestido… lo que se dice ni uno, señor, pero se arregló como si fuera de visita; y no es que tuviera con qué hacerse un vestido, es que ellas se apañan con nada: un peinado, uno de esos cuellos limpios, unos manguitos, y hasta parecía otra persona, más joven y más guapa. Sónechka, mi palomita, se limitaba a ayudarnos con dinero. «Por una temporada —nos decía— no conviene que venga muy a menudo. Si acaso, alguna vez, al ponerse el sol, para que no me vea nadie». ¿Lo está oyendo? Me echo un rato después de comer, y qué diría usted que pasó: pues que Katerina Ivánovna no se pudo aguantar. No hacía una semana que había tenido una pelea tremenda con nuestra casera, Amalia Fiódorovna, y ahora va y la invita a una taza de café. Dos horas estuvieron juntas, cuchicheando sin parar: «Pues sí, Semión Zajárych tiene ahora trabajo y se gana su sueldo, y fue a presentarse a su excelencia, y su excelencia salió a recibirlo, hizo esperar a los demás, y delante de todo el mundo lo tomó de la mano y lo hizo pasar a su despacho». ¿Lo está oyendo? «Naturalmente —le dice—, Semión Zajárych, recordando sus servicios, y a pesar de su inclinación por esa frívola debilidad, habida cuenta de sus promesas de ahora y habida cuenta, ante todo, de que sin usted nos ha ido bastante mal —¿lo está oyendo?—, debo confiar ahora en su palabra de caballero». Pues bien, todo esto, se lo digo yo, es invención suya, y no es que haya sido por ligereza, por el afán de presumir. Nada de eso, señor, ella se lo cree, se distrae con sus propias invenciones, ¡le doy mi palabra! Y no se lo reprocho, ¡no, eso no se lo reprocho!… Cuando, hace seis días, le lleve íntegra mi primera paga, veintitrés rublos y cuarenta kopeks, me llamó cielo: «¡Eres un cielo!», me dijo. Y estábamos a solas, ¿me entiende? Y, ya ve usted, ¿qué encanto tengo yo? Y ¿qué valgo yo como marido? Pues nada, me pellizca un carrillo, y me dice: «¡Eres un cielo!»…